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domingo, 29 de diciembre de 2013

Diletantismo, o el desinterés decreciente de una inclinación.

El interés (no bancario) es un tipo de dependencia del objeto que lo provoca muy diferente de la inclinación (no espacial). Aunque es más que probable, según Kant, que no pueda producirse la primera sin pasar por la segunda.

Y es que, para el maestro de Könisberg, es una inclinación recurrentemente satisfecha la que origina a la larga el interés verdadero. Y, por si esto no fuera suficientemente interesante, añade que el juicio sobre el objeto que provoca nuestra inclinación, no es un juicio libre más que en el caso de no estar vinculado a un interés, ya que este siempre provoca una exigencia o la produce. Esta clarísimo.

El juicio (de gusto lo llama él) positivo sobre la representación de algo que estimula la inclinación hacia ello, es libre si está desinteresado por lo representado; si se es indiferente ante su existencia. Ya que, en el caso contrario, ese interés provocaría el deseo y eso acabaría con la independencia del juicio. A lo mejor, tiene algo que ver con lo que nosotros llamamos juicio desapasionado.

En fin, como introducción no ha estado mal ¿verdad?

Y ¿a qué viene toda esta interesante reflexión? Pues viene a cuento de dos cosas. Una hace referencia al panorama político que ofrece este fin de año. La otra a una declaración de principios.

Empecemos por lo segundo.

Esta incongruencia prueba fehacientemente que, para empezar, el hecho de que todo venga habitualmente en dirección opuesta a la de un sujeto como yo, se debe únicamente a que son los demás los que son unos kamikazes.

El significado que yo atribuyo al término diletante, con el que describo habitualmente mi más íntima naturaleza, probablemente no coincidirá con el que muchos, o todos, lo definen. Pero eso es así porque, como ya dije, no son más que unos insensatos kamikazes.

El Diletante, así en cursiva para que alcance su mejor expresión formal, es pura y simplemente el producto de una inclinación universal, y un poco obsesiva si queréis, por todo aquello que llama su atención dentro del amplio catálogo de la creación humana.

Y esa inclinación es pura, en el más genuino sentido kantiano, ya que cuando se siente atraído por ello suele ignorar voluntariamente todo lo referente al asunto, no prestando atención más que a su atractivo formal. O sea que no experimenta el más mínimo compromiso o interés por ello. En resumen, está absolutamente desinteresado por su significado.

Es más, a medida que se va involucrando en el asunto, nota como su inclinación comienza a enderezarse, a medida que la citada actividad empieza a demandarle solapadamente un poco más de interés.

Podríamos colegir de todo ello que la medida del ángulo de la inclinación, expresada en grados, determina la cantidad de desinterés de cada momento.

Ese proceso de desinterés decreciente es muy productivo para el diletante, ya que le permite cambiar de inclinación con desahogo y multiplicar el número y la variedad de sus actividades, elemento esencial de esta noble actitud.

Claro que esta gratificante ocupación no goza, considerada en su conjunto, de una gran reputación. Pero es que, para el diletante serio y comprometido con sus inclinaciones, la reputación debe ser solo una deslumbrante chispa instantánea que, si tiene facultades, se iluminará repetidas veces en su carrera. Tantas como distintas disciplinas logre desempeñar.

Los frecuentes calificativos de dandy, snob, pedante, frívolo, superficial o coqueto, con los que suelen tratarle los tristes especialistas, lejos de representar una ofensa para el diletante significarán el reconocimiento del valor de sus performances y le proporcionará la indispensable distancia irónica en la que es preciso instalarse, si se quiere llevar a cabo con éxito este excitante quehacer.

No he conocido demasiados diletantes verdaderos, auténticos profesionales de la diletancia, dejando aparte mi respetado amigo Magnolio. Me he tropezado a menudo, sí, con ese oxímoron del diletante que es el diletante–amateur. Pero este bricoleur de fin de semana nunca llegará a nada, porque está demasiado interesado en serlo.

El desinterés, tantas veces mencionado en esta cuartilla, no es cosa fácil de conseguir. La nefasta tendencia invasora de la especialización, que asoló como un tsunami el rompeolas del espíritu humanista original, provocando la resaca que aun hoy padecemos, sigue golpeando obstinadamente; empujado actualmente por los favorables vientos que soplan impulsados por “la tecnología al alcance de todos los analfabetos”.

Para conseguir estar verdaderamente desinteresado es preciso ser inteligente. Perdón por la inmodestia. El desinterés no es producto de la pereza, ni mucho menos. El diletante mantiene una actividad de observación incansable, porque ese esa su principal cualidad.

El diletante no acude a academias. Adquiere sus virtudes observando con agudeza y preguntando con delicadeza. Fijándose el los detalles claves; para lo cual, el oficio le ha ido dotando de un mecanismo de discriminación de gran finura, ya que con el correcto descifrado de esas claves se ahorra mucho aprendizaje.

Para acabar este punto, os voy a contar el secreto mejor guardado de un diletante. La razón ( y aquí Hr. Immanuel me podría echar una bronca, porque el desinterés lo es porque no involucra a la razón) la razón, digo, por la que uno se mete, o… quizás mejor, asume por fin su condición innata de diletante, es la certeza que adquiere enseguida, respecto del placer que se detecta en el ejecutante de todo aquello que le deslumbra, y a lo que se lanzará de cabeza.

Y acabando por lo primero, que va un poco de relleno, os diré que ni incluso mi actual relativa lejanía de la madre patria me aliviaría del aburrimiento que la actualidad política provoca, si no fuera por que gozo de un olímpico desinterés por la misma.

Y ese desinterés apasionado me permite observar, por ejemplo, con una distancia académica de entomólogo, las tragicómicas danzas folclóricas de los agónicos escarabajos nacionalistas de la esquina nordeste. Interesante espectáculo introductorio, por otra parte, a la grandiosa traca final del solemne acto de auto-inmolación nacionalista que se oficiará en el famoso referéndum.

De otras decrépitas novedades del país, que me llegan como un lejano y tartamudo eco de vez en cuando, mejor no invertir ni un minuto del resto de mí vida.

También este bello país de Francia me permite observar desinteresadamente sus miserias, que son muchas y variadas, y, a veces me río mucho. Como cuando, recientemente, un conocido actor preguntado por popular periodista político declaró que él no era lo suficientemente inteligente para ser de izquierdas.

Finezza de esa es la que se echa en falta entre sus colegas españoles.

Buen, pues nada… recibid todos mi felicitación más desinteresada, con motivo de la entrada del 2014.

¡Hale...!

martes, 10 de diciembre de 2013

Ni terrorista, ni santo.


            Ya suenan los clarines fúnebres. Ya los cortejos necrófagos se alinean en la comitiva. Ya comienza la ceremonia caníbal del reparto de despojos. Ya los próceres de la revancha y el odio se revisten de la camisa aún tibia del héroe de la reconciliación y la moderación. Pronto no nos quedará nada de Mandela, a los que únicamente (nada menos) vimos en él al hombre que mejor puede simbolizar la esperanza del siglo XXI. Un siglo en el que la razón debería, por fin, prevalecer sobre las decrépitas y emponzoñadas emociones que siguen estimulando a los intolerantes.

Esta nota necrológica apresurada me surgió de forma espontánea ante la plañidera catarata de declaraciones oportunistas y miserables que, no por previsible es menos indignante, la muerte del líder negro ha producido.

Hay de todo en esta orgía retórica. Desde los que no dejan de señalar el pasado terrorista del protagonista, tratando de ser originales ante la desmesura de ciertas hipérboles ditirámbicas, hasta los que olvidan ese pasado; porque lo ignoran o porque estropea la imagen de santo laico con la que las se complacen en describirlo. 

Lo que no abunda es un análisis equilibrado de la figura de alguien, que si bien adoptó a lo largo de su vida muchos de los paradigmas reivindicativos más significativos del siglo XX, lucha contra el racismo; exaltación de las minorías étnicas; militancia marxista; nacionalismo negro frente al supremacismo blanco; lucha armada, etc, etc; adoptó en el momento preciso una posición totalmente inédita en nuestra época. La de la reconciliación.

Y no la adoptó por razones místicas. Lo hizo por razones políticas.

Pero esas razones tienen no solo la virtud política necesaria para resolver un problema político concreto, el del Apartheid; además, son una demostración empírica de la esencia de toda política verdaderamente legítima, que es su naturaleza moral.

Con un régimen abominable ante sí, y media vida pasada en prisión, noventa y nueve de cada cien actores políticos se sentirían sobradamente justificados para llevar a cabo la revancha canónica de la lucha de clases o la de una guerra aniquiladora de liberación nacional.

Y ahí precisamente es donde reside la originalidad de la actitud de Mandela. Una revancha, no solo desencadena un conflicto de duración y resultados inciertos, como la experiencia nos demuestra, sino que además es injusta.

Y lo es, porque sus razones, a la postre, se revelan simétricas de las de los adversarios. Y porque las verdaderas causas en origen del conflicto son menospreciadas o ignoradas, al no tener ningún programa adecuado a su resolución. El relato de una revancha se consume en su ejecución. Los vengadores no tienen nada previsto para el día después.

Mandela tuvo mucho tiempo, durante su cautiverio, para reflexionar sobre esas causas, mientras contemplaba desolado el fracaso históricos de todos los movimientos en los que se había inspirado, o que él mismo había estimulado.

La diversidad de factores que concurren en cualquier conflicto socio-político, constituyen un problema al que los aprendices de tiranos, que encabezan los movimientos reivindicativos al uso, no pueden prestar atención; porque su propósito pasa por ofrecer soluciones radicales y fáciles de asimilar por una masa desinformada de seguidores.

La complejidad objetiva de la realidad es el obstáculo infranqueable de la revolución.

Pero cuando un político auténtico se enfrenta a esa complejidad, tiene que arriesgarse a la incomprensión que su propuesta va a generar entre sus partidarios, al tratar de aglutinar en torno a ella a todas las partes afectadas por el conflicto. Única forma, no solo legítima sino también eficaz, de romper el fatal círculo vicioso que engendra la violencia.

¿Podríamos imaginar a personajes como Arafat, o cualquiera de los líderes de la llamada Primavera Árabe, por no hablar de los narco-guerrilleros de Colombia, o las bandas yijadistas, adoptando posiciones similares?

Y, sin embargo esos siniestros personajes gravitan desde hace décadas en torno al núcleo de los principales conflictos que el mundo padece. Y, por si esto fuera poco, la mundialización les ha proporcionado nuevos medios de propaganda y difusión, además de neutralizar las soluciones que pasaban, hasta hace poco, por su aislamiento.

Por eso la figura de Mandela, más allá del triunfo concreto que supuso la resolución del problema de su país, representa un nuevo paradigma, una nueva esperanza, para el actual mundo globalizado.

Un mundo en el que aún perduran conflictos enquistados en más de cincuenta años de enfrentamientos, a los que esa dramática duración retro-alimenta cada día con falsas excusas para su perpetuación, y que, el tiempo histórico vertiginoso que vivimos, hace que sus raíces se hundan en la ya remota prehistoria de hace solo medio siglo.

En ese subcontinente austral, que es la República Sudafricana, tan lejana y tan próxima como el resto del planeta, se ha llevado a cabo de forma inesperada un experimento absolutamente innovador, que ojalá empiece ha ser analizado con un poco más de ambición histórica de la que los delirios caníbales del entierro de Nelson Mandela están manifestando.

Al menos ese es el deseo del negro más blanco del Hemisferio Occidental.

Que soy yo.