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martes, 26 de febrero de 2013

¡Pasen y vean!

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Política 1 f. Arte y actividad de gobernar un país, así como conjunto de actividades relacionadas con la lucha por el acceso al gobierno.

Esta es la definición que doña María Moliner hace constar en su Diccionario del uso del español.

La autoridad que yo reconozco a este extraordinario diccionario (o “tumbaburros”, como lo denominaba acertadamente mi abuelo Anselmo), queda glosada con exactitud en la nota necrológica que le dedicó a la autora Gabriel García Márquez, al que, si bien no es santo de mi devoción en términos ideológicos, habrá que reconocer que de literatura sabe algo :

‟María Moliner — para decirlo del modo más corto — hizo una proeza con muy pocos precedentes : escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, mas útil, mas acucioso y más divertido de la lengua castellana. Se llama “Diccionario de uso del español”, tiene dos tomos de casi tres mil páginas en total, que pesan tres kilos y viene a ser, en consecuencia, más de dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y — a mi juicio — más de dos veces mejor”.

Pero no son los mal reconocidos méritos de esta admirable mujer los que me llevan a redactar el comentario de hoy, sino los términos precisos en los que define el concepto de política y sus desempeños, y la interpretación que hoy hace de él el común de los ciudadanos. No sólo en España sino en el conjunto de los países que se definen como desarrollados.

El Politikós de los griegos, origen del concepto, era considerado una rama de la moral. Aquella que se ocupaba de la práctica de la vida en común de los ciudadanos, u “hombres libres”,  y de los conflictos inevitables que esa convivencia genera.

El ejercicio del poder era considerado por aquellos primeros demócratas como la mejor manera de ordenar la sociedad, y de servir a la aspiración transcendente de alcanzar al bienestar común. Esta aspiración debería alcanzarse en virtud de la participación activa de los ciudadanos, en cuanto a la distribución de ese poder, para su mejor ejercicio en pos del mencionado bien común.

Y es ahí, precisamente en este último aspecto, donde reside la madre del cordero.

La moral, habrá que repetirlo una vez más, no es un código colectivo; es un imperativo individual que nos ayuda a la hora de tomar las decisiones que nos definen como seres libres.
En consecuencia, la política, o se sea esa rama de la moral, es algo que concierne a los individuos de acuerdo con sus principios, y no a los mecanismos que estos decidan utilizar para distribuir y encomendar el ejercicio ejecutivo del poder.

Sin embargo, lo que ocurre actualmente es que la política, como precisa Moliner en su definición, es algo exclusivamente destinado al  conjunto de actividades relacionadas con la lucha por el acceso al gobierno. Es decir una actividad ejercida, al margen de los individuos, por unas instituciones privadas llamadas partidos políticos.

Fuera de ese ámbito, en el que el ejercicio de la política se encuentra secuestrado, los ciudadanos asumen el papel de meros espectadores y agentes pasivos, como si el ejercicio del poder, o sea la herramienta, constituyese la finalidad última de la política.

En los asfixiantes debates políticos actuales, que los ciudadanos presencian como si se tratase de una competición deportiva llena de participantes tramposos, no se trata de principios ideológicos que analicen la evolución de la sociedad y propongan nuevos planteamientos para avanzar en la eterna aspiración a una vida mejor.

Lo único que parece estar en juego son las miserables parcelas de poder que se disputan dos o tres clubs privados a los que los asistentes al espectáculo otorgan sus aplausos o silbidos, inspirados estos únicamente por el propio fenómeno del enfrentamiento y basados fundamentalmente en fidelidades desproporcionadas y gratuitas, u odios reconcentrados y sin más fundamento que el de un resentimiento mostrenco y tribal.  

Los intelectuales han dimitido de su responsabilidad de explorar en la naturaleza de las relaciones entre los individuos, como lo hicieron hace siglos, para proponer al entendimiento y el raciocinio de sus congéneres el resultado de sus reflexiones, y contribuir con ellos a enriquecer las opciones de las que estos disponen a la hora de decidir sobre su propio  destino.

El individuo parece haber renunciado a sus propias aspiraciones, en el caso más que dudoso de que se haya parado a identificarlas alguna vez, y se ofrece como materia inerte, cuyo peso solo revela la balanza de unas elecciones, útil únicamente en la disputa de un poder real que solo parece tener como objetivo el de su perpetuación.

En las sociedades desarrolladas, los miserables excesos cometidos por quienes ejercen el poder representan actualmente el contenido casi exclusivo de toda discusión política. Y, aparte de la nauseabunda coreografía que ofrecen a diario, están consiguiendo que el malestar cívico, mal identificado y casi inconsciente, sea manipulado por los múltiples profetas de la oportunidad, que suelen aparecer siempre cuando el nivel de incompetencia alcanza cotas como las actuales.

El círculo vicioso instalado en torno al ejercicio inmoderado del poder, por parte de los que sufren (gozan) esa patología, y sus cómplices, los míseros miembros de la masa, tiene muy mal arreglo.

Solo una labor pedagógica, seguramente heroica, que comience por divulgar los conceptos más elementales de la convivencia y sus conflictos entre las generaciones más jóvenes, podría romper ese universo perverso en el que todo gravita en torno a los diversos gangs de aquellos que se hacen obedecer. Los partidos políticos.

Cuando los freaks grotescos, como esa versión fashion de Jesús Gil que es el ciudadano Bárcenas, o ese ser humano disecado que se hace llamar Berlusconi, se han escapado de su ecosistema natural de las barracas de feria, en las que han abandonado a la pobre mujer barbuda o al entrañable hombre de las dos cabezas, y ocupan los espacios públicos, no nos queda más alternativa que la de refugiarnos en nuestra íntima indiferencia, o instalarnos en el tonel de Diógenes y esperar el milagro de que por fin pase un hombre.   


Aunque, a algunos, siempre nos quedará la soledad acogedora del desierto. En Fuerteventura.


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