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viernes, 1 de febrero de 2013

...la cuerda.

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“... es producto del orgullo nacional, en una clase de gentes no habituadas al trabajo, y que viven de ciertos servicios, y no se avergüenzan de comer la sopa de los conventos. Literariamente es el pícaro, hombre que, sin ser verdaderamente criminal, pertenece al hampa; tiene pocos o ningunos escrúpulos, particularmente en proporcionarse medios de mantenimiento; es humano, buen creyente, aunque pecador; no está habituado en modo alguno al trabajo regular y constante, sino que es perezoso y holgazán; su ocupación normal es la de servir a otro; hurta pero no roba, es astuto, ingenioso e imprevisor y simpático.” (Ángel González Palencia La España del Siglo de Oro, 1940.)

¿Os suena?

Porque ese linaje, aparecido con el inicio de la decadencia del Imperio en el siglo XVII, ha extendido con total éxito su cosmovisión a lo largo de los siguientes cuatro siglos.

Y, con su irresistible ascenso social a caballo de su competente actitud para la delincuencia, hoy en 2013, ejerce su productivo oficio desde los más encumbrados niveles sociales del poder. Muy lejos ya del Patio de Monipodio cervantino en el que se asienta su origen.

La columnista Edurne Uriarte escribía hace unos días en ABC un artículo titulado El ciudadano intocable, en el que con su habitual lucidez denunciaba algo en lo que vengo insistiendo incansablemente, desde que tuve la ocurrencia de ponerme daros la lata cada semana.

Se trata de la secular condición de inmoralidad y falta de espíritu cívico que son los signos de identidad de nuestro pueblo desde aquel funesto siglo.

Y aquellos conciudadanos que se han hecho con los poderes, de cualquier naturaleza que estos sean, legítimos o usurpados, a lo largo de nuestra historia, no son más que la parte más visible de nuestro pestilente caldo de alcantarilla. Los “mejores” de entre los comunes.

En mí opinión la honestidad consiste, simplemente, en cumplir unas leyes que constituyen el único argumento de la igualdad democrática. No se trata de no cometer delitos cuando no se tiene la oportunidad de hacerlo. Se trata precisamente de abstenerse de cometerlos cuando esa oportunidad se presenta; y, a mayor abundamiento, de no buscar esas oportunidades.

La gran corrupción en términos cuantitativos, por parte de los poderosos, tiene idéntica calificación moral en el caso de los pequeños defraudadores. Entre la quiebra fraudulenta de un banco, y el trabajo filibustero de un fontanero no existe diferencia moral.

Y no sirve la búsqueda de coartadas en el terreno de las necesidades materiales, porque esta no es más que una práctica malvada, que menosprecia la honradez de la gente honesta.

Hoy nuestra mugre moral está luciendo una desnudez pública tan escandalosa, que desearía fervientemente que significase el principio del fin de esos cuatro siglos de inmoralidad horizontal y generalizada, en la que no existen apenas excepciones.

Se trata de reflexionar acerca de la responsabilidad moral ineludible que pesa sobre todos los ciudadanos de las sociedades abiertas, respecto de su papel protagonista en la contínua construcción de esas sociedades a la que pertenecen, y les pertenecen.

La cosa podría resumirse en un sencillo ejercicio comparativo que, como ejemplo, mostrase las diferencias de actitud moral entre miembros de un segmento de nuestra sociedad, como son los estudiantes, y sus homónimos en otras sociedades desarrolladas.

Probablemente no habría que ir muy lejos de aquí para tropezarse con un relato o una película que nos narrase los conflictos morales infantiles que sufriría un estudiante que ha conseguido su diploma habiendo copiado en sus exámenes. Esos pequeños pero transcendentales conflictos serían así un posible tema para el contenido de un guión, por lo especial del caso.

Si transfiriésemos la misma situación al colectivo estudiantil español, seguramente los productores de la película se inclinarían más bien, como tema susceptible de interesar al público, por el caso de un estudiante que se enfrentase a la mayoría con una actitud militante en contra de la mencionada práctica fraudulenta, así mismo por el aspecto poco común de la situación creada.

Esa es la clave. El modelo de héroe es distinto. Aquí, se glorifica al más hábil para la estafa; mientras que allí, ese héroe, sería el que se enfrentase a la tentación de la trampa.

Sí, sí, ya sé que todo esto parecerá bastante simplificador y “moralista”, para los eternos defensores de la santa transgresión. Una vez más, aparecerá la correctísima doxa.

¿Simplificador? ¡Por favor! No hay nada menos complejo que un robo o una estafa.

Tengo los oídos atiborrados de reproches sobre el riesgo de las generalizaciones y sobre la abundancia de ejemplares tartúficos e hipócritas en el seno de esas otras sociedades occidentales, las cuales no tuvieron la “suerte histórica” de gozar en el siglo XVII de una Sagrada Contrarreforma como la nuestra… etc, etc.

Música ratonera.

Pero la prueba del algodón de mí teoría me la dan diariamente los medios de comunicación. Los medios de comunicación y las experiencias personales, como la que ya narré aquí mismo hace meses, con otro motivo parecido, pero que no puedo privarme de volver a repetirla hoy, dado lo paradigmático del ejemplo.

Cuando aquel prodigio de ingenio y habilidad política que fue el hoy ex–convicto y ex–director de la Guardia Civil, Carlos Roldán, quedó expuesto al escrutinio público, tras desvelarse la trama mafiosa que había urdido y en virtud de la cual, entre otras hazañas, había hurtado los fondos destinados a los huérfanos del mencionado cuerpo armado, un taxista me hizo partícipe de su indignación.

¿Pero ve usté la sinvergonzonería de este nota? ¡Cuanta pasta no se habrá embolsado este cabrón en t’os estos años! ¡Millones y millones!...Si es como yo digo…¡Siempre se lo llevan los mismos!

La injusticia, en el repertorio de categorías morales del mencionado conductor de taxi, no se produciría por el hurto de los caudales públicos. Caudales públicos constituidos, entre otros, por los impuestos pagados por este profesional. No. La injusticia consistiría en el irritante desigual reparto de oportunidades para hacerse con el botín.

La reverencia y admiración que suscitan los “triunfadores”, cuyo prestigio debe buena parte de su reconocimiento a la labor divulgadora de los medios de comunicación especializados, es común en casi todas las sociedades de nuestro entorno. Lo que nos distingue esencialmente a los españoles es la naturaleza de los “triunfos” que aquí se alcanzan.

La mayor parte de las personas que han conseguido entre nosotros, de forma honesta, sus objetivos de progreso social, suelen permanecer en un plano discreto, y su avance en ese progreso se suele producir de manera paulatina y alejada de ese nefasto paradigma fundado hace unos años que se conoce con el deleznable vocablo del “pelotazo”.

Empresarios y profesionales de éxito, que han comenzado sus carreras muchas veces desde modestas posiciones de partida, como es el caso de Amancio Ortega, Isak Andic o Juan Roig, no suelen estar relacionados con episodios de dudosa moralidad, o con estrepitosas corrupciones, al estilo de las del desaparecido Jesús Gil.

A lo largo de mí vida profesional tuve la dudosa fortuna de relacionarme con personajes situados en la primera línea de la notoriedad política o económica, alguno de los cuales no desentonarían en el repugnante ranking actual de la corrupción.

Esos contactos no dejaron nunca de sorprenderme, a pesar de su terca reiteración, porque una cosa es enterarte por la prensa de la existencia de basura flotante en la olla de la que comes, y otra es verte en el trance de engullirla.

En algunos ocasiones pude eludirla. Porque cuando andas ligero de equipaje, en cuanto a compromisos económicos y familiares se refiere, como ha sido mí caso, gozas de un cierto margen de invulnerabilidad frente al chantaje económico.

Pero en otros, en los que el descubrimiento del pastel se produjo con los contratos ya firmados, no tuve oportunidad de llevar a cabo lo que me hubiese gustado hacer, y ahí adquirí la conciencia de que los mecanismos que hacen posible la existencia de esa realidad putrefacta, son tramas de complicidades o extorsiones personales casi imposibles de desenmarañar.

A veces, en presencia de otras personas que como profesionales participaron de aquellos vergonzosos episodios, y cuando comentamos su desarrollo posterior valorando nuestras respectivas actitudes de la época, solemos caer en una melancólica pesadumbre, preguntándonos si no hubiese sido mejor haber pegado una oportuna patada a la mesa, que hubiera desestabilizado, aunque solo fuese temporalmente, a aquellos delincuentes perfumados.  

Pero no lo hicimos. Y la pregunta es ¿cuántos testigos se callan hoy, como nosotros entonces, cuando lo decente sería no hacerlo?

Sin embargo, no conviene dejarse llevar por la melancolía. En todo caso, nos queda el consuelo de no haber participado moralmente de aquellos modelos triunfantes, que aún hoy forman parte del manifiesto repertorio de deseos de la mayoría de nuestros conciudadanos.

Mientras en las escuelas e institutos no haya una clase enseñante para la cual la labor de formar moralmente a sus alumnos sea su primera y fundamental prioridad, seguiremos perdiendo un tren al que no subimos en su momento. Hace cuatro siglos.

Ojalá la historia, utilizando el garrote de las crisis socioeconómicas, y a falta, desafortunadamente, de convicciones profundas de civismo, nos vaya metiendo en la vereda de una modernidad que va un poco más lejos que unos trajes de Armani, unos tocados de pelopincho y unas bovinas anillas en las orejas.

El problema es que, como dice la mencionada Edurne Uriarte, el ciudadano común, como concepto totémico de una sociedad oficial pero ficticia, es intocable.

Hay cosas que no deben mencionarse en casa del ahorcado…

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