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jueves, 9 de junio de 2011

Los malos modos.

Sinceramente, estoy convencido de que la desobediencia es una especie de alteración hormonal de nacimiento. Que un niño desobedezca es bastante normal, aunque no sea más que porque el desarrollo a esa edad es un proceso contínuo, o sea cambiante a cada segundo. El chaval no tiene tiempo material para descodificar, adaptar y cumplimentar una orden, en cuanto esta sea muy concreta y urgente. Al niño se le supone un encefalograma plano. Es un simple receptor de ordenes. Lo mismo que creía mi sargento instructor en el Ferral del Bernesga. Pero no es así, por más que se empecinen sus padres. El niño está estrenando voluntad. Trata de experimentar con ese maravilloso mecanismo de decisión. Y ¿qué prueba más concluyente de la existencia de su voluntad que la de contradecir la de su padre?

Pero yo hacía referencia a otra variable de la desobediencia, de la que solo se tiene constancia cuando uno ha traspasado definitivamente la frontera del teritorio paterno, y ha salido a la intemperie. En ese momento, de pronto, la orden de cualquier clase de contramaestre de los infinitos que nos rodean convencidos erroneamente de su infalible capacidad de intimidación, resuena en el cerebro del desobediente con un chirrido tan estridente que, incluso ante la más innegable evidencia de las propiedades benéficas que para él tendría el hipotético cumplimiento de aquella orden, la rechazará partiendo en la dirección exactamente opuesta de la instrucción recibida, sin calcular las consecuencias de tal decisión.

Y esto es así porque para el desobediente obedecer costituye el hecho más definitivo de la negación de su existencia como individuo. Seguirá fielmente un consejo. Acatará con respeto una sugerencia. Seguirá la senda de otro sin dudar. Atenderá a las razones de quien le habla. Todo ello es el resultado de una transacción. De un acuerdo. No se pone en cuestión su capacidad de decisión. Pero obedecer una orden corresponde a otra clase de protocolo, en el que hay solo dos papeles: el del que manda y el del que obedece. Y no se trata de reflexionar sobre el poder sin cesar. No. Es automático. Como un resorte. Es una especie de reflejo, de condicionamiento de Pavlov. Suena la orden, surge el rechazo. No es necesario aclarar que a la incapacidad endocrina de obedecer le corresponde, como no podría ser de otra manera, la ausencia absoluta de dotes para mandar.

Y así toda la vida.

Y ¿a qué viene todo esto? Muy sencillo. He sido capaz de neutralizar la casi irrefrenable irritación que me producen los incesantes e insoportables cortes publicitarios de la radio, para llevar a cabo un pequeño experimento, tratando de analizar ese fenómeno en profundidad. Y ¿qué he descubierto? Fundamentalmente una cosa: en un registro pormenorizado de varias series de reclamos en una emisora concreta, la utilización del MODO IMPERATIVO verbal correspondió al 100% de los anuncios. Has leído bien, TODOS los anuncios están conjugados en el modo imperativo.

Cuando yo empecé a escuchar la radio, a los reclamos publicitarios se les llamaba “anuncios”, y estaban integrados en las “guias comerciales” que se pasaban cuando empezaban o terminaban los programas. Tengo un recuerdo bastante fiel de los textos con los que trataban de vender los productos. No recuerdo ningún imperativo. Eran más bien recomendaciones. En prosa o en cancioncillas pegadizas.

Yo diría que tratar de vender algo mediante un intento de persuasión basado en una orden debe estar condenado al fracaso desde el minuto cero. Sin embargo la realidad desmiente radicalmente mi intuición. Y aún en la hipótesis de que no abunden los desobedientes de mi pelaje, no acabo de explicarme el éxito de esa doctrina. Porque de lo que no me cabe ninguna duda, tras haber pasado un montón de años en los circuitos profesionales adyacentes a la publicidad, es que en algún momento la sempiterna tendencia mimética de nuestras empresas habrá descubierto una teoría (yankee, sin duda) que establece la relación directa entre los incrementos de ventas y el estilo “sargento de marines”.

¿Qué aspectos de la psicosociología están concernidos en esta realidad? No soy un especialista, pero algunas reflexiones sí alcanzo a proponerme. Veamos. Una orden es una estructura de comunicación ligada indefectiblemente a un sistema jerárquico de autoridad. La diferencia entre un consejo y una orden consiste en que el consejo trata de persuadir mediante la “autoritas” de la mayor experiencia. De la fiabilidad. Es otra clase de jerarquía, de acuerdo, pero al menos trata de justificar su voluntad de inducción. Una orden no deja espacio para la duda o la pregunta. Se da por hecho que el resultado de una orden es su cumplimiento, sin más trámites. ¿Pero, corresponde estrictamente a una orden el uso del modo imperativo? Tal vez sea algo más complicado.

Cuando el papá se molestaba en hacer cumplir una instrucción al vástago poco interesado mediante un discurso aclaratorio, este se reducía al mísero mensaje paternalista del “todo esto es por tu bien. Cuando seas mayor me lo agradecerás”. De alguna manera, a pesar de su pauperrima calidad didáctica, con el tiempo, el niño-que-iba-dejando-de-serlo, asumía la buena intención del pesado de su padre, y las ordenes perdían mucho de su carácter intimidatorio. Se hacían más “clínicas”. ¿Habrá entonces algo de ese recuerdo paternalista residual en el inconsciente colectivo que está siendo astutamente explotado por los chamanes de la publicidad? Ya, parece que esto encaja. Pero hay una pega. ¿A qué corresponde hoy en la radio la autoridad moral paterna en la que basaba su éxito la orden?

Creo que he dado con la clave del asunto. Una transferencia. Analizando los pormenores de los bloques de anuncios me dí cuenta de que determinadas firmas comerciales depositaban la responsabilidad de la lectura de sus mensajes en los directores/conductores de los programas. Estas criaturas son seres poseedores de un gran reconocimiento por parte de sus públicos. Ese reconocimiento se traduce en poder. En autoridad. Se les denomina “líderes de opinión”. Esto supone que sus opiniones son compartidas de oficio por un público que ha renunciado a las suyas própias. En resumen, se les ha transferido la autoridad del “padre”. Los profesionales que simplemente leen los reclamos y cuyos nombres no se conocen, aprovechan la inercia creada. Cuesta trabajo creer que nuestro gurú de la comunicación en los ’60, Marshall McLuhan, vuelve una y otra vez a recordarnos la evidencia de su karma, “el mensaje es el medio”.

Y hablando de lo mismo, alguien me contó alguna vez que el departamento de lingüística de la Universidad de Besançon habia detectado, en una de sus habituales encuestas sobre el uso corriente de la lengua francesa, que el modo subjuntivo estaba desapareciendo del idioma en Francia. Una de las razones que explicaban el fenómeno era el alejamiento de los niños de sus abuelos, como consecuencia de la irrupción de las guarderías etc. Al parecer, esos abuelos y sus historias habían sido hasta entonces la garantía de conservación de dicho modo subjuntivo.


No ocurre lo mismo en España. De momento. Una singular característica de nuestro uso del castellano, es la abundante utilización del pretérito imperfecto y pluscuanperfecto de subjuntivo. Esto no sólo contradice la mencionada tendencia francesa, sino que contiene otra connotación más importante y tal vez más inquietante. ¿En que consiste esa interesante particularidad? Pues bien, el pretérito imperfecto de subjuntivo, así como el pluscuanperfecto, corresponden a lo que en francés se conoce como el MODO CONDICIONAL PASADO.

Se distingue del condicional presente, porque este expresa una acción que puede tener lugar si una condición se cumple, mientras que el condicional pasado expresa una especulación sobre lo que hubiese podido ocurrir, en el caso de que las cosas hubiese pasado de forma diferente a como lo hicieron. No teneís más que hacer un pequeño ejercicio de memoria para acordaros de la cantidad de veces en las que, en un ejercicio de delectación masoquista, habeis presenciado o participado en una conversación victimista, en la que un perdedor empleaba su tiempo, su vida, tratando de imaginar que hubiese pasado si le hubiese tocado un billete de lotería que nunca jugó.

Si un país puede permitirse el lujo de ESPECULAR SOBRE EL FUTURO, es por una de estas dos razones : o bien tiene su futuro tan garantizado de manera que pase lo que pase saldrá ganando, o bien le gusta jugar a la ruleta rusa.

Cuando un país se permite el lujo de ESPECULAR SOBRE EL PASADO, es por la única razón de que le gusta jugar a la ruleta rusa, pero con seis cartuchos en el tambor.

Porque, el final, la abuela hubiese sido el abuelo si hubiese tenido un par…

1 comentario:

  1. Acabo de enterarme de que para dejar comentarios tengo que desactivar una opción en Google. ¡Ya era hora! Llevo un mes sin poder dejar comentarios...
    Me gusta mucho tu reflexión, no está de más el análisis de la información con que nos ceban ni la de la auctoritas de los comentaritas. Y tu conclusión de las seis balas en el tambor, me la apropio y además te la copio sin pudor.

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