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miércoles, 15 de junio de 2011

Empezar por los principios.(I)

[ “No tienen ideas”. “ No saben lo que quieren”.” Solo dicen vaguedades”. No dicen nada”. Todo esto es cierto. Claro que no tienen ideas. ¿Qué ideas van a tener? El siglo XVII, XVIII y sobre todo el XIX ya tuvieron todas las ideas posibles. El siglo XX consistió en el gran experimento de ponerlas todas en práctica. Con los resultados de todos conocidos. No necesitamos más ideas, más lemas, más visiones de la historia, más heraldos, más apocalipsis, más revelaciones. Ya sabemos lo que tenemos que saber. Ya sabemos qué funciona y qué no funciona. Lo que tenemos que hacer es ponerlo en práctica. ]

Sí señor. Así se expresaba un ilustre columnista del ABC Cultural llamado Andrés Ibáñez, en su colaboración del día 11 de Junio, titulada “SOL”. Hacía referencia, como su título sugiere, a la alegre kermesse de la castiza plaza madrileña de ese nombre, con la que unos miles de más o menos recientes bachilleres (condición esta que deduzco, por su más bien escueta capacidad redaccional) nos han ilustrado este último mes de tabarra electoral. De la lectura del párrafo reproducido, que resume bastante expresivamente el espíritu del artículo, se deduce que el autor “es partidario”. De hecho uno de los ladillos lo títula “Profunda sensatez”. Nada que objetar por parte de un ferviente defensor, como el que suscribe, del legìtimo derecho de cada cual a difundir su cosmovisión, por más previsible o extravagante que esta sea.

Y, como decía mi antiguo e insuperable redactor de cierre Pepe Gil Franquesa, aquí es donde viene el inevitable: “No obstante…”

Pues sí, no obstante, a ese indeclinable derecho de opinión, le acompaña inseparablemente otro no menos indeclinable que es el de opinar sobre la opinión. Y mira tú por dónde cuando leo una expresión de la categoría de “NO NECESITAMOS MÁS IDEAS” trato de ver, apresuradamente y temblándome las canillas, si quien lo dice no está, por casualidad y mientras habla, extrayendo una Parabellum del estuche de cuero negro que pende del cinturón, también de cuero negro, que ciñe su negro uniforme.

Mí tensión se relaja cuando, en el trascurso de la lectura, advierto una “ligera” contradicción que ejecuta un pase de magia, al convertir una inquietante escena de Visconti, que podría helarme la sangre, en una sarcástica y desternillante visión de esa misma escena realizada por Lubitsch. Resulta que el “gran experimento(?)” del siglo XX consistió, para el señor Ibáñez, en la PUESTA EN PRÁCTICA de las abundantes ideas que habíamos acumulado en los siglos precedentes, con resultados que parece detestar nuestro ilustre escribidor. PERO…, como colofón de su brillante discurso, reclama sin que le tiemble el pulso que, mejor que concebir nuevas e inútiles ideas, lo que hay que hacer, de una vez por todas, es PONER EN PRÁCTICA aquellas de entre las existentes que constituyan “lo que funciona”. Supongo que en opinión de cada cual. Tú ya me entiendes… Con hagiógrafos de este porte, la Espanich Reboluchion (copyrigth de Luis Español) no corre el riesgo de pasar a la historia.

Ni tampoco nosotros de que lo haga.

Lo cierto es que, una vez disuelto el ligero trombo intelectual que me había provocado el citado artículo, he tenido la tentación de reflexionar sobre la solemne e impostada soltura con la que se manejan determinados términos por parte de supuestos intelectuales, que en el mejor de los casos no producen más que una superficial hurticaria pasajera, pero que si tenemos en cuenta el “selvático” nivel de conocimientos con el que se adorna nuestro actual paisaje social, la cosa puede ser más grave. Si cabe.

¿Qué entenderá por “más ideas, más lemas, más visiones de la historia, más heraldos, más apocalipsis, más revelaciones “ nuestro estimado articulista?
¿Será lo mismo para él una idea que un (?)lema, o un heraldo que un apocalipsis, o una revelación que la Carabina de Ambrosio?

Pensando en su mención a los siglos XVII, XVIII, XIX y XX, y la evolución de la historia del pensamiento que tuvo lugar a lo largo de ellos, yo me permitiría distinguir dos conceptos que por su proximidad tienden a confundirse si uno no está atento al fondo de la cuestión: las ideas y los principios. Naturalmente, no hará falta aclarar que estas consideraciones las hago únicamente en mí condición de personal pensante de guardia, siempre a la búsqueda de un mínimo orden en los conocimientos, que los hagan útiles y manejables sin falsearlos con simplificaciones voluntaristas. A las “ideas”, si nos permitimos hablar con una cierta ligereza, yo las identificaría con unos instrumentos surgidos del pensamiento que no caen del cielo, ni todas son buenas, útiles o benéficas. Los “principios” no tiene otra relación con las ideas que el hecho de proceder de ellas, como toda obra humana. Pero en la permanente amalgama de los necios, ambos conceptos se entrelazan y confunden, como el ínclito Ibáñez se esfuerza en demostrar.

Recordemos un poco la historia.Yo creo que los siglos XVII y XVIII, fueron aquellos en los que la revolución iniciada en el Renacimiento y su principal aportación, el Humanismo, alcanzaron su expresión definitiva al situar por fín al hombre en el centro de un escenario, la vida, repleto de dioses y supersticiones en el que, hasta entonces, él no era más que otro mero objeto del atrezzo.

Muchos siglos antes, un viejo baúl conteniendo las recetas de los grandes “chefs” del pensamiento griego, como Sócrates, su pretencioso pinche Platón, y el resto de sus compañeros del metal, habían servido a unos jóvenes emprendedores etruscos para levantar una civilización inédita, tanto por su diseño como por su apabullante desarrollo. Pero seis siglos más tarde, ese fondo de sabiduría fué menospreciado por unos analfabetos de las llanuras del Danubio, quienes después de mendigar inutilmente durante tres siglos, a la puerta (limes) del selecto men’s club llamado “El Imperio Romano”, que se les permitiese entrar, decidieron hacerlo por las bravas. Pero, como suele ocurrir a menudo con los bienes mal adquiridos, al final, lo único que se les ocurrió hacer fué disfrazarse de romanos con los trapos que encontraron en el guardarropa. Y a todo esto y en la confusión reinante, el monoteísmo aprovechaba para hacer su agosto.

¡Y menos mal! Lo digo porque fueron esos constructores de la nueva religión los que abrieron el baúl y aprovecharon mucho de aquel material de sabiduría, para convertir las ruinas de la anterior civilización rica, republicana y culta, en una sociedad pobre, severa e ignorante. Pero algo era algo, dadas las circunstancias. Lo malo es que cuando empezaban a levantar cabeza, (la historia no se repite, simplemente es tartamuda) aparecieron los analfabetos de las llanuras de Arabia, guiados por un pobre pero astuto pastor, que un día de resaca vió a alguien subido encima de un cactus que, con el dedo extendido, le mostró un estupendo atajo. Este le conducía directamente a agrandar su finca, ahorrándose un montón de siglos de cultura y esfuerzo. El atajo tenía forma de cimitarra.

Y dicho y hecho. En un periquete se plantaron en Poitiers, donde un tal Martel tuvo que pararles los pies violentamente porque, en aquel llano paisaje sin muchas piedras, a él no le funcionó el truco de un aldeano asturiano, llamado Pelayo, quien encaramado en sus madreñas lo habia puesto en práctica con rotundo éxito.El famoso truco consistió en convencer a los recién llegados de que no les merecía la pena ser descalabrados a cantazos en aquellos brumosos valles, para los cuatro duros de impuestos que les podrían sacar. El moro dijo que sí y Pelayo se convirtió en un figura. Peor le fué a su hijo Favila, que por más que se empeñó en venderle el mismo cuento a un oso sin darse cuenta de que era sordo, acabó mal. Muy mal.

Fueron tiempos duros. Los del turbante habían cerrado el Mediterraneo, mar del comercio y por lo tanto de la civilización, sustituyendo los fletes por una boyante industria de piratería y secuestros, que aun hoy conserva un cierto pulso otros lugares no muy lejanos. Pero, desde aquel momento, una lenta e incesante marcha hacia la salida de la caverna platónica se puso en marcha. Luego, seis siglos más tade, renació el comercio. Con él, la monserga de que la riqueza, el éxito y el poder eran caprichosamente otorgados por la Providencia, se vino abajo. Y, de pronto, el hombre empezó a disponer entre las manos de su más preciada propiedad : su destino.

Esa fué, en realidad, la única y verdadera Revolución que ha habido en la historia de estos últimos ventiún siglos. Todo lo que vino después no han sido más que fotocopias descoloridas y pretenciosas. El Humanismo marca un punto de inflexión de tal dimensión, que es al día de hoy cuando aún siguen apareciendo crepusculares teorías para combatirlo. En mí humilde opinión, esas expresiones patológicas de resentimiento, son la prueba más evidente del camino que le queda aún por recorrer a esa concepción de la existencia, que alcanzó una de sus etapas más significativas en la llamada modernidad, en La Era de la Ilustración, con la proclamación de sus principios universales.

Claro, las cosas no han sido nunca sencillas. Ni siquiera en esa época de cambios esperanzadores. Si comparamos los resultados prácticos de los dos hechos más significativos llevados a cabo en nombre de la modernidad, la Revolución Americana y la Revolución Francesa, encontraremos en sus diferencias las claves indispensables para valorar la transcendencia política de esos principios, y los orígenes de las grandes dificultades que no han dejado de aparecer en el largo e incompleto camino de su implantación.

Alexis de Tocqueville, cuando nos describe la Revolución Americana nos está hablando de algo dificil de comprender en nuestra Europa eterna. Sus principios son de naturaleza moral. La esencia de esos principios es individual, pero sus propósitos son de carácter colectivo. Cuando se adoptan, representan los cimientos de lo que se construirá; constituyen el espíritu de lo nuevo. Su consecuencia inmediata es la de dotar de contenido moral a las leyes que permitirán el ejercicio de la libertad individual. El pasado es irrelevante frente a los proyectos que la nueva realidad lleva implícitos. La historia queda atrás, para dejar paso a un nuevo y esperanzador futuro. Los principios tienen una vocación inequívoca de integración. Los nuevos ciudadanos comparten un proyecto común, sean quienes sean y piensen lo que piensen. La expresión social de esos principios la constituye el lugar común y acojedor que es el estado. Ese estado es el espacio en el que los hombres tienen la oportunidad de buscar la felicidad.

Solo consta el tropiezo que supuso la terca pretensión de perpetuar hábitos sociales y económicos de otras épocas, por parte de una cadavérica clase de negreros pseudo–aristócratas del Sur, que dió lugar a una sangrienta Guerra Civil. Esa sociedad en la que no ha habido más desfiles militares que los que conmemoraron el regreso de los héroes de las dos guerra mundiales, no solo no sufrió ninguno de los retrocesos históricos que constituyeron la torturada historia europea de los siglos XIX y XX, sino que su espíritu democrático sin fisuras, se comprometió en dos ocasiones para salvar a esa Europa de sí misma, con una generosidad tal, que solo es comprensible cuando se visitan los cementerios de Normandía.

Tocqueville resume aquella realidad aclarando algo dificilmente asumible en nuestro viejo continente: para un americano, la democracia no es un sistema político, es una actitud individual. Y esto es así por la aplicación de un precepto esencial para la puesta en práctica de los principios democráticos: la indispensable separación entre el estado y la sociedad. Inglaterra, cuna de cualquier modernidad, incluída la Ilustración, ya había establecido ese principio consustancial con una sociedad participativa desde los añejos tiempos de Eduardo III en 1544, fecha de la fundación del Parlamento burgués, la Cámara de los Comunes.

Todo este rollo para tratar de dejarle claro al nuestro héroe de las cuartillas, que no se debe hablar de las ideas desde un confuso y amalgamado cajón de sastre, en el que todo sirve para todo y nada es lo que parece.

Las ideas son artefactos intelectuales de origen y desarrollo individual. Son resultados complejos del razonamiento y las intuiciones, a los que hay que definir, limitar, probar y transformar, para desecharlos o convertirlos en instrumentos útiles. En general, a lo largo de la historia, las ideas por sí solas han dado más bien lugar a ensayos de carácter abstracto o especulativo y, a veces, han poseído un gran poder movilizador. Aunque ese es otro cantar del que hablaremos más tarde.

También sabemos que ciertas ideas de perfil patológico, menospreciando a menudo la simple razón porque desvelaría su invalided al someterlas a la prueba del algodón de la realidad, introducen en el juego otro tipo de argumentos relacionados con la parte más irracional del ser humano : la emoción colectiva. Y la materia prima de la que se nutre la emoción colectiva es el mito. Ejemplo catastrófico de la accion emotiva : donde la razón puso el concepto del estado, la emoción lo sustituyó por el mito de la nación.

Resultado : 70 millones de muertos.

El estado es integrador y abierto (EEUU); la nación excluyente y paranoica (EH)*.

La demostración de este axioma quedaría suficientemente evidenciada mediante la simple evaluación de las posibilidades de las que gozaría un candidato a lendakari, si perteneciese a la minoría “afroeuskaldún”.

Un Obama con txapela, vaya…

*Euskal Herria.

(Continuará)

1 comentario:

  1. Qué bella imagen, la de Obama con chapela, fíjate que barakobama significa tío listo en euskera.... Pienso que los anarcopijos de Sol son ya claramente semilla de fascismo. Los discursos de Mussolini marchando sobre Roma eran el mismo rollo, "no creemos en vuestra Democracia".

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