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sábado, 21 de mayo de 2011

La banalidad de la insignificancia.

Está visto que me estoy volviendo un llorón. Esta vez las lágrimas pedían a gritos permiso para brotar, leyendo una simple crónica literaria que daba cuenta de la aparición en España de “Historia de un estado clandestino” de Jan Karski. Y en la entrevista de Kaya Mirecka Ploss, presentadora del la obra y amiga íntima del autor durante más de treinta años, esta desvelaba algún rasgo de Karski que no hacía sino confirmar la conmoción que me causó ese hombre en el film de Claude Lanzmann, en el que este le entrevistaba extensamente hace treinta años.

Jan Karski fue un jovencísimo estudiante con vocación de diplomático y miembro de un Ejercito Secreto que se enfrentó a los nazis hasta su derrota final por falta de apoyo externo. Encargado de establecer el enlace entre el mando de de ese puñado de patriotas y el gobierno polaco en el exilio de Londres, redactó un informe demoledor sobre la situación de la población judía en la Polonia ocupada. Para ello penetró clandestinamente en el Gueto de Varsovia, así como en un campo de exterminio disfrazado de guardia ucraniano. Finalmente consiguió llegar a Londres donde sus superiores, ignorantes y aterrorizados por los detalles de la aniquilación, trataron de que su informe transcendiera hasta las más altas esferas del poder. Llegó a viajar a los USA y a entrevistarse con el Secretario del Tesoro, Henry Morgenthau, judío él mismo, estrecho colaborador del Roosewelt y único hombre que podría influir decisivamente sobre el presidente para tomar alguna medida reltiva a aquel dramático asunto. Pero aquel prohombre, miembro del poderoso lobby judío que rodeaba al político más poderoso del mundo, se vió tan abrumado por el informe presentado, en palabras de Karski, que le confesó que, si bien no ponía en absoluto en duda su palabra, simplemente “no podía” creer lo que le estaba relatando. Y no se hizo nada.

Después de la guerra se trasladó a vivir a los USA. Su esposa, Pola Nirenska, judía que había perdido a toda su familia en un campo de exterminio, acabó sucumbiendo a la depresión y se suicidó. Tras rescatar del régimen comunista a su hermano, lo trajo cerca de él, pero también fue aniquilado por la tristeza y murió pronto. Jan Karski se dedicó el resto de su vida a dar clases en la Universidad de Georgetown. Murió en el año 2000.

Hasta aquí se trata solo del refresco de una triste historia, ya conocida por mí tiempo atrás. Pero, dos páginas antes de esta crónica, en el mismo diario, se publicaba otra en la que se daba cuenta de una nueva defecación oral antisemita, por parte de un conocido director de cine danés, en una rueda de prensa en el marco del Festival de Cine de Cannes.

No tengo la intención de regurgitar aquí la bazofia que semejante personaje inmundo distribuyó entre los oidos, algunos posiblemente divertidos, de los asistentes a la citada conferencia.

Los que habeis tenido la paciencia y amabilidad de leer algunas de la ocurrencias que publico aquí, tal vez recordareis los casos de Nacho Vigalondo, un “don nadie” artista del cine y del conocido artista de la moda John Galliano. Pues bien, ante el barato y multitudinario éxito que proporciona declararse partidario, simpatizante, comprensivo o tolerante con la ideología, las atrocidades, o los protagonistas de la realidad histórica nazi, ya ha aparecido otro artista con el mismo programa público. La moda se extiende.

Aunque parezca mentira me veo obligado a declarar, para evitar debates vacíos de contenido, que lo que me preocupa de esta serie de hechos no es ni remotamente que sus protagonistas puedan o no profesar la fé nazionalsozialista. Me interesa muchísimo más la tasa de mortandad de la grulla común, en los años de primavera precoz. De hecho, estos protagonistas no gozan, desde luego, del privilegio de ocupar una micra cuadrada de mi cerebro.

¡Na! La cuestión está en otro sitio. Y ella sí me preocupa. Y mucho.

Empecé esta reflexión hablando de Jan Karski. Cuando se ve y se oye hablar a un hombre como este, católico practicante y seguramente conservador en sus convicciones políticas, su discurso resulta más conmovedor incluso que el testimonio mismo de una víctima superviviente. Bueno, tal vez no sea posible compararlos. Pero su relato sobrecogedor, sereno y desolado a un tiempo, pone al alcance de quien le escucha, probablemente el más preciso instrumento con el que medir una tragedia que parece incomensurable.

¿Cómo un hecho que, por más sabido y reiterado que haya sido, siempre deja sin aliento a cualquier persona biennacida que se le acerque, puede ser manoseado obscenamente por unos seres a los que apenas me arriesgaría a calificar de humanos?

¿Cómo?... Al parecer es bastante sencilla la explicación. “¡No te irás a creer que hablaban en serio! ¿Pero bueno, cómo puedes pensar que X sea un fascista?” “Es pura provocación, hombre…Solo es eso… una provocación…” “ Estaba borracho, y decía cualquier cosa…” “Puro afán de notoriedad” Etc. etc.

Cuando Hanna Arendt acuñó la expresión “la banalidad del mal”, expresión que por otra parte, a fuerza de ser empleada en cualquier contexto, apenas conserva nada de su primitivo significado, trataba de sacar al concepto del mal de esa especie de cápsula protectora que era su pretendida excepcionalidad. El mal es una substancia que forma parte integral de la existencia y en consecuencia puede manifestarse en toda circunstancia. Solo la conciencia de su presencia permanente y la advertencia sobre su proximidad con cualquiera de nuestras acciones nos permiten vivir pasablemente de acuerdo con nuestros principios. No hay nada de mágico ni de ajeno a nuestra voluntad en el mal. Nada de extraordinario.

Pero una cosa es la banalidad y otra muy distinta es la insignificancia. Lo insignificante carece de significado, de contenido. La banalidad no. Estos seres insignificantes creen, dentro su alegre analfabetismo, que cuanto más conmovedor parezca un hecho a la mayoría de la gente más efecto provocador producirá su pretendida amoralidad de pacotilla. No estando ellos interesados lo más mínimo por ese hecho, más allá de su carácter aglutinador, “sensacional”, y en consecuencia ignorando cualquier rasgo significativo del mismo, lo manejan con la misma soltura con la que bromearían sobre cualquier hecho divulgado por los medios de comunicación. Solo están atentos a los scoops. Su vida es un titular.

En realidad no creo que sean conscientes de la gravedad de sus gestos. Bueno, para ser sincero, creo que estos desgraciados no son conscientes de nada, fuera de la obsesiva inquietud que les provoca el reflejo de sí mismos, devuelto por el espejo de su sala de baño.

Una vez llevada a cabo su azaña, se asombran un momento ante la resonancia adquirida por la “gracia”, y a continuación se despachan con una torpe disculpa inverosimil, que añade el dato que faltaba para detectar con total exactitud el nivel de insignificancia en el que simplemente existen. Esa frivolidad con la que encaran seguramente todos los aspectos de esa existencia, no tendría mayor transcendencia, sino fuera porque han conseguido escalar determinados estratos de popularidad en los que sus gestos adquieren la transcendencia propia de un liderazgo, aunque su eco se dirija casi exclusivamente hacia el universo uniforme de los miembros de la masa.

Lo malo es que cada uno de los miembros, idéntico e itercambiable, de ese magma insignificante sigue teniendo la capacidad letal demostrada paradigmáticamente en la Shoah. Su fuerza devastadora solo necesita de las consignas adecuadas, para llevar a cabo su labor aniquiladora. Y lo hará con la misma banal actitud con la que va cada mañana a la oficina. O le ríe el chiste al artista de turno.

La Shoah es, ante todo, la referencia definitiva que nos baliza unos límites alucinantes. Tanto por su aterradora banalidad, como por su estremecedora proximidad. Si permitimos que las palabras vayan perdiendo su poder significante, y su uso se rebaje hasta el nivel de la cháchara de un miserable charlatán de feria (aunque sea la de Cannes), estaremos apagando esas balizas indispensables que nos señalan el borde del abismo.

Solo dependerá de nosotros. Por eso, aunque parece que los responsables del Festival han reaccionado bien y oportunamente, se echa de menos un manifiesto firmado por aquellos que están más próximos profesionalmente a ese ejemplar de babosa cinematográfica, estableciendo sin ningún genero de ambigüedad los límites que definen el territorio de la dignidad y de la decencia.

3 comentarios:

  1. Hola, soy Nacho.

    Ojalá todas las pedradas que me he llevado desde "lo mío" estuviesen tan bien formuladas como este texto. Aunque no lo creas, es un cierto alivio.

    Aquí tuve oportunidad de hablar de mi polémica, desde cierta perspectiva. Quizás te interese:

    http://librodenotas.com/cronicasdelhype/20238/hype-sin-moraleja-entrevistamos-a-nacho-vigalondo

    Un abrazo.

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  2. Estoy asombrado por tu entrada, donde no se sabe si más admirar la necesaria advertencia de doña Casandra Artime, conocida analista de nuestra realidad o los extraordinarios conocimientos de los que hace gala. No tenía NI IDEA, de que existió Jan Karski ni de la epopeya de su informe enterrado. ¿Me recomiendas algún libro bueno sobre el tema? Me gusta dejarme asesorar por los que saben.
    Con todo el afecto de mi admiración, y mi admiración no carente de afecto.

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  3. Ante tu derroche de ditirambos no me queda otra que trabajar para rellenar el vacio que lamentas.
    De entrada, el libro reseñado en la entrada se titula "Historia de un estado clandestino"; lo ha publicado Acantilado, se trata de las memorias de un combate que nunca llegó a un final, me imagino, y está calentito.
    Respecto de la película de Lanzmann trataré de conseguírtela, aunque hay un libro reciente relatando las circunstancias del rodaje que acaba de publicarse aquí. Lástima, podía habérselo pedido al cineasta cuando "sufrí" la experiencia de ejercer de intérprete suyo, no hace mucho. También te daré noticias.
    En cualquier caso, la entrevisrta filmada es de las que deja sin habla por un buen rato al espectador.

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