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jueves, 13 de septiembre de 2012

Olvidos, Protágoras y otros sonrrojos.

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Al parecer el Celtiberia Show de este bendito verano se ha propuesto prolongar su divertido programa de variedades hasta las próximas navidades.

Al scoop de esa buena señora que involuntariamente ha visto elevado a la categoría de “obra de arte” el zurcido pictórico que le hizo del Ecce Homo de su pueblo, se le acaba de unir el regocijo, provocado por los jadeos digitales de una concejal manchega, de ese abundante fenotipo nacional, bajito y con mala leche, que es el típico “salido” de las películas de Alfredo Landa.

Como ya estoy harto de la serie interminable de columnas, comentarios, tertulias, etc, conteniendo los más aburridos y previsibles enfoques y “análisis” del hecho, me he propuesto añadir el mío, pero apoyándome esta vez para ello un diálogo de Platón.

En él, el sabio sofista Protágoras, en su charla con Sócrates, nos ofrece la maravillosa historia de la creación de los seres mortales por Zeus, en el curso de la cual, además, hace su aparición, en una de las primeras transgresiones del orden establecido que se conocen, un ocurrente sujeto lleno de iniciativa llamado Prometeo.

Dejadme que os lo cuente, y enseguida entenderéis porqué, en mí humilde opinión, viene a cuento de la anécdota erótica de marras.

Resulta que un día en el que Zeus se encontraba especialmente inspirado, el destino le sugirió la idea de crear a las especies mortales (ojo ya para empezar, con el adjetivo que emplea el tal Protágoras) que no existían hasta entonces. Y así, él y sus once secuaces, los dioses del Olimpo, emprendieron la tarea en el “interior de la tierra, mezclando el fuego y la tierra y todo lo que se mezcla con el fuego y la tierra”.

Más tarde, y llegado el momento de sacarlos a la luz, encargaron a dos titanes, o sea a dos descendientes de los antiguos dioses a los que Zeus y su equipo olímpico habían mandado al paro, Prometeo (el previsor) y Epimeteo (el imprevisor), que se pusieran a ordenar y distribuir la cualidades y capacidades disponibles entre los seres recién creados, como los dioses mandan.

Epimeteo, que era más joven e inexperto, le pidió insistentemente a su hermano mayor que le dejase hacer el trabajo, y que, una vez realizado este, viniese él a controlar el resultado. Prometeo se dejó convencer y, sin más, empezó el reparto.

En él, el joven titán equilibró las cualidades de manera que, por ejemplo, dotaba de velocidad a los débiles y de fuerza sin rapidez a los otros. A unos les proporcionaba garras y otras armas, y a los que les daba una naturaleza sin ellas les proporcionaba otras capacidades de supervivencia.

A los pequeñitos los equipaba con alas para poder huir, o un seguro refugio bajo tierra. A los de talla más grande, esa condición les garantizaba la existencia, de forma que todos se compensaban. Y lo hizo de esta manera para evitar que ninguna especie mortal, o si lo preferís viviente, pudiera ser aniquilada, tras garantizarles que mediante el recurso de la huida se  evitaba la destrucción mutua.

Además, para protegerlas de las estaciones creadas por Zeus, les proveyó de pelajes densos y pieles gruesas, no solo para defenderse del frío sino también para aislarse del calor, además de servirles de colchón adaptado a cada una de ellas. También los calzó con pezuñas o almohadillas mullidas desprovistas de sangre.

A continuación les procuró alimentos. A unos la hierba de la tierra, a los otros los frutos de los árboles y unos terceros las raíces. Hubo a quienes les dio como alimentos la carne de otros animales, y a esos les acordó una progenitura más escasa, mientras que a sus presas les dio una prole más numerosa, garantizando así la salvaguardia de la especie.

Sin embargo, como Epimeteo no era lo que se dice un sabio, distribuyó absolutamente todas las cualidades entre las especies animales, dejando a la pobre especie humana sin un mísero don divino. Al darse cuenta de su descuido no supo qué hacer, y justo cuando se encontraba desesperado apareció Prometeo para revisar el reparto.

Pronto vio que todos los mortales vivían armoniosamente provistos de todo lo necesario menos el hombre que, desnudo, carecía de zapatos, de piel y de armas. El hombre no tenia nada, ni para alimentarse, ni para protegerse del frío o del calor. Su destino estaba trazado. Perecería en cuanto saliese de la tierra para vivir en la luz.

No sabiendo como preservar al hombre, Prometeo decidió robar las habilidades de Hefaistos, el dios herrero (las artes del fuego) y de Athena, la diosa de los artesanos y artífices (las otras artes). Y así sería como le haría ese regalo al hombre. De esa forma, pues, el hombre adquiriría los saberes de la vida, pero no el saber político, que estaba en posesión de Zeus.

Para llevar a cabo su propósito, Prometeo descartó entrar en la Acrópolis que habitaba Zeus y estaba vigilada por su temibles guardaespaldas, y penetró en el taller en el que Hefaistos y Athena desarrollaban juntos sus artes. Allí robó el arte de servirse del fuego, además del fuego (y sin poseer fuego no habría modo para nadie de adquirirlo, ni de utilizarlo), el resto de las artes y regaló todo a los hombres.

Y es de ese hecho del que se derivan las comodidades de la vida que goza la especie humana y también, más tarde, la persecución de Prometeo por un robo instigado por Epimeteo, y la que se le vino encima.

Como el hombre se había hecho de esta forma con una parte de los privilegios de los dioses, fue el primero de los vivientes en reconocerlos y comenzó a levantar altares y estatuas en su honor. Después, gracias al arte correspondiente, no tardó en comenzar a emitir sonidos articulados y palabras.

Además inventó las casas, los vestidos, el calzado y los alimentos procedentes de la tierra. Así equipados, al principio, los hombres vivían dispersos; no tenían ciudades, sucumbiendo a menudo ante las bestias feroces, teniendo en cuenta que su habilidad de artesanos les resultaba suficiente para asegurar la alimentación, pero no lo era para sostener una guerra contra esas bestias feroces.

En efecto, aun no poseían el arte político del que se derivaba el arte de la guerra. Intentaban  juntarse  a veces fundando ciudades para asegurar su salvaguardia, pero pronto se portaban de forma injusta los unos con los otros, dado que no tenían el arte político, dispersándose entonces de nuevo y pereciendo.

Zeus, temiendo que aquellos hombres que levantaban estatuas y altares en su honor, acabasen aniquilándose, envió a su mensajero Hermes para aportarles los bienes del aidôs o el Pudor (o la Vergüenza, o la Discreción, o la Dignidad, o el Sentido del Honor que vienen a ser todos lo mismo. ¿vais pillando?) y del dikê o la Justicia, (o la Norma, o la Regla) para constituir el orden de las ciudades y los lazos de amistad que uniesen a los hombres.

Hermes preguntó entonces a Zeus cómo debía repartir esto nuevos dones entre los hombres. “¿Debo distribuirlos como se ha hecho con las otras artes? ¿Por ejemplo, para que un solo hombre poseedor del arte de la medicina atendiese a un gran número de profanos, al igual que ocurría con el resto de las profesiones?¿Es así como debo establecer el sentimiento del Derecho y del Pudor en la humanidad?¿O es necesario que los distribuya indistintamente entre todos?”

“Repártelos indistintamente entre todos y que todos tomen parte de esos sentimientos” replicó Zeus; “ya que no podría haber ciudades si solamente un pequeño número de hombres gozasen de ellos, como ocurre con el resto de las disciplinas”. “Además, instaura en mi nombre la siguiente ley: Se ajusticiará como si fuese una enfermedad para la ciudad a todo hombre que se muestre incapaz de participar del sentimiento del Pudor y del Derecho.”

Lo que le ocurrió a Prometeo, y sobre todo a su hígado, cuando lo pilló Zeus, es materia para otra charla. Pero lo que hemos visto que Protágoras le contó a Sócrates es algo sobre lo que merece la pena reflexionar.

Siempre me tuve por un ser muy pudoroso. A veces tuve dudas de si no sería incluso un poco pudibundo (que si bien entonces no sabía exactamente lo que podría significar eso en realidad, me sonaba fatal). Sin embrago, en eso como en casi todo sufrí una transformación radical.

Hasta el extremo de sostener hoy, sin miedo a que me caiga la mundial, que el Pudor, o la Vergüenza, lejos de ser el la máscara que oculta aquello que no nos gusta de nosotros mismos y escondemos a los demás, es, por el contrario, el escudo con el que salvaguardamos aquello que tiene más valor para cada uno. Lo que le define como individuo. Lo que no comparte con nadie. O sea de su Intimidad.

Ahí es donde residen, por ejemplo, las preferencias sexuales y religiosas, que los impúdicos triunfantes de hoy pretenden expropiar y exhibir. Y es que en esos dos ámbitos, sin ir más lejos, los demás no tienen ningún pito que tocar ya que, por su propia naturaleza, no son materia opinable.

El Pudor señala la frontera donde cada cual decide que se interrumpe su relación directa o indirecta con los demás. Si esa frontera desapareciera, nosotros desapareceríamos también para convertirnos en ellos. O sea, en nada.

Protágoras nos cuenta que Zeus sabe que será imposible una ciudad regida solo por profesionales, como los zapateros o como los médicos. Una ciudad sin ciudadanos individuales. La ciudad es inviable si cada uno de sus habitantes no posee, de manera propia e íntima, la idea de una Justicia que oriente sus decisiones para no lesionar a sus semejantes.

El Sentido del Honor; la Dignidad; el Respeto y el Amor Propio, que son fundamentos individuales, son los muros con los que el Pudor protege aquello que nos distingue.

La ausencia de Pudor, de Vergüenza, fue proclamada entusiásticamente como virtud transgresora, justo cuando la verdadera transgresión pasó de ser una valiente postura moral frente a los totalitarios y los intolerantes, a convertirse en una actitud grotesca y barata, cuando no gratuita. Al día siguiente, esa festejada actitud se convirtió en el certificado de defunción del Pudor del que nos hablaba Protágoras.

¿Qué clase de pecado original tratará de perdonarse a sí mismo el nudista que acude, no a un rincón apartado de la vista pública en el que poner su anatomía en contacto directo con el aire y el sol, sin trapos intermedios ni testigos, sino a lugares sociales, en los que poder  proclamar públicamente su “triunfo sobre el pecado del Pudor”?

Lugares en los que, como si se tratase de una asociación de alcohólicos anónimos, se practica la esterilización colectiva de la emoción provocada por esa maravilla única que es el desnudo humano, hasta convertirse en una aburrida kermesse de eunucos post-modernos en pelota. Desnudo humano, por cierto, que tan homenajeado fue, por estúpidos “reaccionarios” como Fidias, Praxíteles y el resto de los artistas conciudadanos de Protágoras,

Esa es la victoria de los im-púdicos. Esto es, la de los sin-vergüenzas.

Hoy en día, a la impudicia se la presenta como el paradigma de la sinceridad. Como el arma definitiva contra la hipocresía. Curiosamente, el supuesto derribo de un tabú privado: el Pudor, ha dado lugar a la entronización de uno nuevo ídolo colectivo: la Sagrada Información. ¡Bravo! ¡Todo un triunfo de la desmitificación!

 ¡La obscenidad mediática es la nueva conquista del pueblo!  ¡Gracias Güiquilics!

Por otro lado, este delirio está dando lugar a curiosos fenómenos de compensación, que están proporcionando opíparos beneficios a industrias tan improbables hasta hace cuatro días, como las fábricas de esos pasamontañas que adquieren abundantemente los manifestantes, okupas, atracadores, terroristas o policías, todos los cuales necesitan neutralizar tanto escrutinio (de escrutar) divulgador, ya que les va el pellejo en el asunto.

Igualmente, los recursos tecnológicos proporcionan las nuevas hojas de parra de toda la vida de dios, pero digitales, para ocultar determinadas intimidades, (como los rostros de los niños, policías, testigos protegidos, etc,) del insaciable afán revelador imperante. Son, en cierto modo, patéticos eufemismos del Pudor, que no hacen sino demostrar su indispensabilidad.

El Pudor es algo basado siempre en unos principios, por eso es una manifestación moral. Y la primera condición que define a la moral es su carácter privado, individual. Una moral colectiva es la de una secta. O de su avatar, la ideología.

Y, a pesar de que los profetas de esas cosas suelan presentarse como amorales, no engañan a nadie; conocemos la monserga. “El camino más corto para acabar con la inmoralidad es la abolición de toda moral”. Sin moral alguna no puede haber inmorales. Claro, solo hay amorales, que son los mismos inmorales de siempre, pero con coartada. De igual modo, el “triunfo” sobre la mentira se consigue haciéndola imposible. Esto es, aboliendo definitivamente la verdad.

¡Puro relativismo, chato. Puro bigbroder!

Si a eso añadimos los actuales medios técnicos, al alcance hoy de cualquier analfabeto y capaces de demoler los vulnerables tabiques que deberían proteger nuestra intimidad, el resultado es la grotesca pelotera que acabamos de presenciar, con la exhibición pública de la intimidad de una persona, por más reproches de imprudencia que se puedan hacer a su gozosa iniciativa (por cierto, habría que ver esos reproches serían los mismos si Olvido no fuera joven y hermosa).

En mi opinión, la actitud del impúdico tarado que haya podido difundir las intimidades de Olvido, me inspira la de quien entra descojonándose en una cafetería con un cinturón explosivo, pero no para vengar algo o reivindicar cualquier cosa, no, no… como terrorismo en estado puro.

Simplemente para hacer una risas.

PS
Se me olvidó indicaros que la foto de arriba muestra al pueblo soberano de Yébenes esperando a su concejala para llamarla “puta”, “guarra” y “zorra”. Como dios manda.


   

1 comentario:

  1. Bueno, en realidad no es culpa de la concejala que le robaran su intimidad. El pudor, tienes toda la razón, es un misterio y me encanta como lo abordas. El gusto y el asco son dos misterios pero el pudor es ya un laberinto... ¡totalmente humano! Cuanto más humano eres, más púdico. El pobre enfermo de Alzheimer en sus últimos estadios carece de pudor a medida que la enfermedad le destruye el cerebro y lo deshumaniza. Los niños son impúdicos y a medida que va creciendo su personalidad se vuelven más púdicos, y no sólo con su desnudez sino que aprenden a tener sus secretos, su caja de los tesoros como la de Marcelino Pan y Vino que guardaba en ella un cordel, una pata de gallina, un naipe... El pudor es, como tú dices, el abismo que separa mi yo de los demás. Difícil decirlo mejor que tú.

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