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miércoles, 12 de marzo de 2014

Hoy, 11 de marzo.

No sé a vosotros pero a mí, diez años después, esta maldita fecha sigue poniéndome un nudo en la garganta. No el mismo nudo que sentí aquel día funesto. Aquel era un nudo que deshacía con  alivio porque, a pesar de estar en el punto de mira de los asesinos (como todos nosotros), esta vez, a mí, no me había tocado.

Esta amargura es distinta. Es la que me provoca el hecho de observar como la sociedad metaboliza sin problema aparente los venenos más mortíferos en su eterno discurrir. Nací con cien millones de muertos aún calientes a la espalda. Pero esos, o ya estaban muertos o morían  mientras mi receptor consciente aun no estaba activado. Me los presentaron más tarde los historiadores.

Pero estos eran yo mismo viajando en un tren que, esta vez, no tomé. Y a esta sensación agobiante de impotencia ante la injusticia contribuye la ausencia de un nombre, un símbolo, unas siglas a las que identificar con la culpa. A las que detestar. O perdonar. Esa otra forma sublime de venganza.

La necesidad de encontrar una miserable explicación a lo inexplicable ya la hemos experimentado desgraciadamente durante años, aunque siempre quedaba satisfecha con unas señas de identidad perversamente familiares. Por eso, esta vez, nos aferramos una vez más desesperadamente a ellas, en los primeros momentos de la tragedia. La visión de unas fauces conocidas y temidas, no evitan el dolor de la dentellada, pero nos permiten reconocernos como víctimas de la malvada lógica de la fiera.

Cuando ese dolor nos desgarra sin firma, anónimo, de alguna manera la herida se resiste a cicatrizar.

Habrán de pasar muchos años seguramente para que el asombro y la vergüenza que nos provocan las circunstancias que rodearon este hecho sangriento sean valorados en su justa medida. De momento nos hemos conformado con la fractura social irreconciliable habitual, en la que 191 muertos son zarandeados sin compasión por unos y por otros.

No hay casualidades en la historia. Cualquier vestigio de irracionalidad que creamos ver en la combinación de los hechos que concurren en un momento concreto de ella, es un simple subterfugio que nos inventamos al sentirnos incapaces de asumirlos, cuando eso hechos rebasan una determinada escala inédita hasta el momento, como ha sido en este caso.

Pero ninguna partida se gana rompiendo la baraja, ni ningún problema se resuelve disfrazándolo de fatalidad.

Lo único que quedó claro sobre el desolado escenario de la tragedia fue la incompetencia de unos y la vileza de los otros.


Lo demás, aún nos lo deben.

1 comentario:

  1. Ya sabes, querido amigo, lo que pienso al respecto. El 11-M es un eslabón más de nuestra mentira nacional y las verdades paralelas son todavía más falsas que la verdad oficial...

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