No sé a vosotros pero a mí, diez años después, esta maldita
fecha sigue poniéndome un nudo en la garganta. No el mismo nudo que sentí aquel
día funesto. Aquel era un nudo que deshacía con
alivio porque, a pesar de estar en el punto de mira de los asesinos (como
todos nosotros), esta vez, a mí, no me había tocado.
Esta amargura es distinta. Es la que me provoca el hecho de
observar como la sociedad metaboliza sin problema aparente los venenos más
mortíferos en su eterno discurrir. Nací con cien millones de muertos aún
calientes a la espalda. Pero esos, o ya estaban muertos o morían mientras mi receptor consciente aun no estaba
activado. Me los presentaron más tarde los historiadores.
Pero estos eran yo mismo viajando en un tren que, esta vez,
no tomé. Y a esta sensación agobiante de impotencia ante la injusticia
contribuye la ausencia de un nombre, un símbolo, unas siglas a las que
identificar con la culpa. A las que detestar. O perdonar. Esa otra forma
sublime de venganza.
La necesidad de encontrar una miserable explicación a lo
inexplicable ya la hemos experimentado desgraciadamente durante años, aunque
siempre quedaba satisfecha con unas señas de identidad perversamente
familiares. Por eso, esta vez, nos aferramos una vez más desesperadamente a ellas, en los primeros
momentos de la tragedia. La visión de unas fauces conocidas y temidas, no
evitan el dolor de la dentellada, pero nos permiten reconocernos como víctimas
de la malvada lógica de la fiera.
Cuando ese dolor nos desgarra sin firma, anónimo, de alguna
manera la herida se resiste a cicatrizar.
Habrán de pasar muchos años seguramente para que el asombro
y la vergüenza que nos provocan las circunstancias que rodearon este hecho
sangriento sean valorados en su justa medida. De momento nos hemos conformado
con la fractura social irreconciliable habitual, en la que 191 muertos son
zarandeados sin compasión por unos y por otros.
No hay casualidades en la historia. Cualquier vestigio de
irracionalidad que creamos ver en la combinación de los hechos que concurren en
un momento concreto de ella, es un simple subterfugio que nos inventamos al
sentirnos incapaces de asumirlos, cuando eso hechos rebasan una determinada
escala inédita hasta el momento, como ha sido en este caso.
Pero ninguna partida se gana rompiendo la baraja, ni ningún
problema se resuelve disfrazándolo de fatalidad.
Lo único que quedó claro sobre el desolado escenario de la
tragedia fue la incompetencia de unos y la vileza de los otros.
Lo demás, aún nos lo deben.
Ya sabes, querido amigo, lo que pienso al respecto. El 11-M es un eslabón más de nuestra mentira nacional y las verdades paralelas son todavía más falsas que la verdad oficial...
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