Hace unas semanas leí una carta que Arturo Pérez Reverte
dirigida al presidente del gobierno, que
uno de vosotros ha tenido la amabilidad de remitirme.
En ella el escritor expone con sentido común el estado
desastroso en el que nos encontramos, analiza las causas más evidentes de lo
que ocurre hoy y demuestra el absurdo del estado
actual del estado real, con un simple puñado de cifras cuya lectura sería
suficiente como para darle la vuelta del revés a toda nuestra administración si
hubiese alguien con ese sentido común entre los que deciden.
¿Qué decir al respecto sino suscribir al ciento por ciento
su descripción, su análisis, y sus justificadamente airadas conclusiones?
No obstante (siempre hay un pero), ni es el único análisis
posible, respecto de nuestra penosa situación, ni creo que sea el más eficaz en
el que, en este momento, este prestigioso polemista, con el que comparto el
noventa por ciento de sus pronunciamientos (o posicionamientos, en traducción para los menores de cincuenta
años), debería invertir su popularidad y su innegable capacidad de influencia.
“El único consuelo es que a esa pandilla
depredadora la hemos ido votando nosotros. No somos inocentes. Son
proyección y criaturas
nuestras.” Lo malo es que Pérez Reverte detecta “la causa”,
pero la despacha como simple "consuelo". Y, claro, cuando ya hemos
sido consolados, pues eso. A seguir así.
Y esa es
la clave. Nosotros. ¿Qué digo, nosotros? ¡Ellos!
Ellos son el 75% de mis compatriotas (¡huy perdón!
conciudadanos) que se dedican a votar entusiasmados cada vez que les ponen delante
una jaula de cristal en la que encerrar la ilusión de que son libres.
Durante treinta y siete años
de mí vida la población en general de mí país me pareció repugnante. Su
cobardía; su indignidad; su ignorancia; su fatua arrogancia; su vileza; su
amoralidad; su servilismo así como su secular deshonestidad, todo ello, me
hacía sentir vergüenza de mi origen.
Ese angustia arrastrada a lo largo
de los primeros treinta y tantos años mi vida generó, como compensación para sobrevivir,
una esperanza sin fundamento alguno, una quimera, que basaba su frágil
existencia en la falacia de que Franco era la causa única, la clave histórica
del arco de mí desesperación.
Era tal el deseo ansioso de
que algo cambiase algún día, que contra todo análisis sensato, contra toda
explicación razonada del franquismo, de su origen y de las razones de su
permanencia a lo largo del tiempo, me dejé embarcar en la esperanza de que un
país diferente aparecería al día siguiente de la desaparición de la momia.
Lo malo de una esperanza como
esa es que se invierten en ella todos los recursos vitales que uno posee,
convencido de que cuanto más alta sea esa inversión mejor contribuirá cada
uno de nosotros a verla rápidamente realizada.
Lo peor es que, precisamente
por el riesgo de perder toda esa inversión, toda esa esperanza, cada decepción
sufrida requería y encontraba enseguida una explicación. Y todas las sucesivas
explicaciones se depositaban en un contenedor común al que denominabamos
piadosamente “falta de experiencia”, para poder seguir confiando en que las
cosas encontrarán finalmente (y milagrosamente) su camino hacia la normalidad.
Hasta que un día nos dimos
cuenta de que la peor consecuencia que tuvo el período franquista fue la
atrofia que sufrió nuestra glándula de madurez. Treinta y siete años de
resignación no nos permitieron superar la adolescencia política, y continuábamos
creyendo en mitos infantiles como el del “pueblo soberano”.
Así. En abstracto. Como si ese
legendario pueblo fuera una inocente masa homogénea y benéfica a la que una
desastrosa fatalidad histórica hubiera condenado a sufrir una época de
tenebrosa mediocridad, y a la que finalmente otra fatalidad, esta vez feliz, la
liberaría de ella definitivamente.
Ese día, cuando la coartada
que soportaba nuestro inmaduro determinismo se desmoronó como un castillo de
naipes, algunos nos vimos obligados a poner los pies en la triste realidad y a
plantear, de nuevo y desde la casilla de partida, una nueva explicación de los sucedido, esta
vez sin maquillaje, y a identificar por fin las verdaderas causas de nuestro
infortunio.
Y vuelta a empezar. Solo que
esta vez, ya habíamos malversado un montón de años, que tal vez ya sean
demasiados para los miembros de la verdadera “generación perdida”, esto es, la
de aquellos a los que, como consecuencia de la fecha de nuestro nacimiento, lo
único que se nos había permitido había sido el pagar con media vida la “paz”
nauseabunda de los asesinos.
Los responsables de lo
ocurrido en los últimos setenta y tres años en este país siguen siendo los
mismos. Los españoles. Y mientras el destino de ese país siga en sus manos
analfabetas los resultados serán también los mismos.
Las causas próximas del erial
que describe Pérez Reverte son las que él señala. Sí. Pero tras ellas están las
causas profundas.
Mientras los auténticos protagonistas
de esas causas, los mencionados españoles, sigan satisfechos de ellos mismos,
creyendo que la historia la deben escribir otros, unos representantes con los
que comparten mucho más que una papeleta de voto, como es por ejemplo su
mediocridad, y que ellos no tienen más responsabilidad que la de seguir sus
instrucciones, todo seguirá igual.
Por otra parte, las
generaciones que no tienen responsabilidades respecto a lo ocurrido, por su
edad, pero que tampoco han tenido acceso una educación adecuada que desarrollase
su espíritu crítico, no hacen más que asumir su papel de correa de transmisión,
en el mecanismo de la inercia histórica que nos lleva hacia ningún sitio desde
1939.
En este momento como entonces,
como incluso antes ya denunciaban los Regeneracionistas a finales del siglo
XIX, la constante social de nuestro país es la irresponsabilidad.
Y, de momento no aparece por
ningún lado un relato político sensato; un proyecto de país, innovador por su
crudo realismo, que nos señale el rumbo para salir de esta desesperante
pesadilla, aboliendo de una vez por todas el catastrófico encantamiento en el
que este país ha vivido durante décadas.
Algo que nos desencante. Pero
de verdad. Que nos libere del trágico sortilegio en el que los charlatanes que
hemos encumbrado sin descanso durante años nos han envuelto con nuestra
entusiasta aprobación. Algo que coloque, para variar, al individuo ante la
responsabilidad de su propio destino.
En términos reales, si tuviésemos
el coraje y la honradez de comparar, sin
complejos, la actitud moral del famoso pueblo soberano actual, con
la de aquel pueblo sometido durante la dictadura, encontraríamos sorprendentes
y significativas analogías que tal vez nos ayudarían a identificar el verdadero
fondo del problema. Pero no lo haremos.
¿Os atreveríais a imaginar qué
podría suceder si un día, cansado de que sus representantes de cualquier
partido legal hayan agotado hasta el fondo su ruinosa chistera y no tengan ni
un solo milagro más que ofrecer, ese pueblo soberano se encontrase delante de
una oferta mas basta ideológicamente pero más musculosa emocionalmente, que además identificase de
manera muy simple su desencanto y le prometiese soluciones rápidas y radicales
para volver a estar tranquilos en su casita, a cambio de dejarles las manos
libres para manejar el país?
¿Os
atrevéis? Yo tampoco. Pero todos sabemos que esos magos con camisas parda o
roja siempre están esperando su oportunidad.
Espero que algún día, sin
tardar porque no queda tiempo, mucha más gente como Arturo Pérez Reverte
dirijan sus cartas, no al Presidente del Gobierno, sino a aquellos millones de
ciudadanos que lo votaron, y les digan de una vez por todas que, o dejan de ser
los capullos que siempre han sido, desde Pepe Botella para acá, o nos vamos
todos al carajo. A lo mejor entonces empezamos a entendernos.
Pero no caerá esa breva. Me
temo.
En realidad todo es más sencillo: los españoles se quedarán sin patria por pura cobardía e inercia y por lo tanto resultará indiferente la política. Un Estado que se rompe en pedazos carece de política porque carece de entidad, el vacío carece de temperatura, no tiene pulso. No podremos hablar de sociedad española sino de sociedad restodespañola y sociedad neocatalana. Y, como bien subrayas, la cuestión educativa, o mejor dicho la no-educación ha sido el elemento fundamental que ha llevado a esta dramática indiferencia. Que un mierdecilla como Mas pueda destruir la obra de los Reyes Católicos al cabo de más de cinco siglos resulta inquietante: ¿qué silencios, qué complicidades, qué cobardías no serán necesarias para que una nulidad como Mas pueda conseguir sus objetivos?
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