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lunes, 5 de noviembre de 2012

Devolver al remitente

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Hace unas semanas leí una carta que Arturo Pérez Reverte dirigida al presidente del gobierno,  que uno de vosotros ha tenido la amabilidad de remitirme.

En ella el escritor expone con sentido común el estado desastroso en el que nos encontramos, analiza las causas más evidentes de lo que ocurre hoy y demuestra el absurdo del estado actual del estado real, con un simple puñado de cifras cuya lectura sería suficiente como para darle la vuelta del revés a toda nuestra administración si hubiese alguien con ese sentido común entre los que deciden.

¿Qué decir al respecto sino suscribir al ciento por ciento su descripción, su análisis, y sus justificadamente airadas conclusiones?

No obstante (siempre hay un pero), ni es el único análisis posible, respecto de nuestra penosa situación, ni creo que sea el más eficaz en el que, en este momento, este prestigioso polemista, con el que comparto el noventa por ciento de sus pronunciamientos (o posicionamientos, en traducción para los menores de cincuenta años), debería invertir su popularidad y su innegable capacidad de influencia.

“El único consuelo es que a esa pandilla depredadora la hemos ido votando nosotros. No somos inocentes. Son proyección y criaturas nuestras.” Lo malo es que Pérez Reverte detecta “la causa”, pero la despacha como simple "consuelo". Y, claro, cuando ya hemos sido consolados, pues eso. A seguir así.

Y esa es la clave. Nosotros. ¿Qué digo, nosotros? ¡Ellos!

Ellos son el 75% de mis compatriotas (¡huy perdón! conciudadanos) que se dedican a votar entusiasmados cada vez que les ponen delante una jaula de cristal en la que encerrar la ilusión de que son libres.

Durante treinta y siete años de mí vida la población en general de mí país me pareció repugnante. Su cobardía; su indignidad; su ignorancia; su fatua arrogancia; su vileza; su amoralidad; su servilismo así como su secular deshonestidad, todo ello, me hacía sentir vergüenza de mi origen.

Ese angustia arrastrada a lo largo de los primeros treinta y tantos años mi vida generó, como compensación para sobrevivir, una esperanza sin fundamento alguno, una quimera, que basaba su frágil existencia en la falacia de que Franco era la causa única, la clave histórica del arco de mí desesperación.

Era tal el deseo ansioso de que algo cambiase algún día, que contra todo análisis sensato, contra toda explicación razonada del franquismo, de su origen y de las razones de su permanencia a lo largo del tiempo, me dejé embarcar en la esperanza de que un país diferente aparecería al día siguiente de la desaparición de la momia.

Lo malo de una esperanza como esa es que se invierten en ella todos los recursos vitales que uno posee, convencido de que cuanto más alta sea esa inversión mejor contribuirá cada uno de nosotros a verla rápidamente realizada.

Lo peor es que, precisamente por el riesgo de perder toda esa inversión, toda esa esperanza, cada decepción sufrida requería y encontraba enseguida una explicación. Y todas las sucesivas explicaciones se depositaban en un contenedor común al que denominabamos piadosamente “falta de experiencia”, para poder seguir confiando en que las cosas encontrarán finalmente (y milagrosamente) su camino hacia la normalidad.

Hasta que un día nos dimos cuenta de que la peor consecuencia que tuvo el período franquista fue la atrofia que sufrió nuestra glándula de madurez. Treinta y siete años de resignación no nos permitieron superar la adolescencia política, y continuábamos creyendo en mitos infantiles como el del “pueblo soberano”.

Así. En abstracto. Como si ese legendario pueblo fuera una inocente masa homogénea y benéfica a la que una desastrosa fatalidad histórica hubiera condenado a sufrir una época de tenebrosa mediocridad, y a la que finalmente otra fatalidad, esta vez feliz, la liberaría de ella definitivamente.

Ese día, cuando la coartada que soportaba nuestro inmaduro determinismo se desmoronó como un castillo de naipes, algunos nos vimos obligados a poner los pies en la triste realidad y a plantear, de nuevo y desde la casilla de partida,  una nueva explicación de los sucedido, esta vez sin maquillaje, y a identificar por fin las verdaderas causas de nuestro infortunio.

Y vuelta a empezar. Solo que esta vez, ya habíamos malversado un montón de años, que tal vez ya sean demasiados para los miembros de la verdadera “generación perdida”, esto es, la de aquellos a los que, como consecuencia de la fecha de nuestro nacimiento, lo único que se nos había permitido había sido el pagar con media vida la “paz” nauseabunda de los asesinos.

Los responsables de lo ocurrido en los últimos setenta y tres años en este país siguen siendo los mismos. Los españoles. Y mientras el destino de ese país siga en sus manos analfabetas los resultados serán también los mismos.

Las causas próximas del erial que describe Pérez Reverte son las que él señala. Sí. Pero tras ellas están las causas profundas.

Mientras los auténticos protagonistas de esas causas, los mencionados españoles, sigan satisfechos de ellos mismos, creyendo que la historia la deben escribir otros, unos representantes con los que comparten mucho más que una papeleta de voto, como es por ejemplo su mediocridad, y que ellos no tienen más responsabilidad que la de seguir sus instrucciones, todo seguirá igual.

Por otra parte, las generaciones que no tienen responsabilidades respecto a lo ocurrido, por su edad, pero que tampoco han tenido acceso una educación adecuada que desarrollase su espíritu crítico, no hacen más que asumir su papel de correa de transmisión, en el mecanismo de la inercia histórica que nos lleva hacia ningún sitio desde 1939.

En este momento como entonces, como incluso antes ya denunciaban los Regeneracionistas a finales del siglo XIX, la constante social de nuestro país es la irresponsabilidad.

Y, de momento no aparece por ningún lado un relato político sensato; un proyecto de país, innovador por su crudo realismo, que nos señale el rumbo para salir de esta desesperante pesadilla, aboliendo de una vez por todas el catastrófico encantamiento en el que este país ha vivido durante décadas.

Algo que nos desencante. Pero de verdad. Que nos libere del trágico sortilegio en el que los charlatanes que hemos encumbrado sin descanso durante años nos han envuelto con nuestra entusiasta aprobación. Algo que coloque, para variar, al individuo ante la responsabilidad de su propio destino.

En términos reales, si tuviésemos el coraje y la honradez  de comparar, sin complejos, la actitud moral del famoso pueblo soberano actual, con la de aquel pueblo sometido durante la dictadura, encontraríamos sorprendentes y significativas analogías que tal vez nos ayudarían a identificar el verdadero fondo del problema. Pero no lo haremos.

¿Os atreveríais a imaginar qué podría suceder si un día, cansado de que sus representantes de cualquier partido legal hayan agotado hasta el fondo su ruinosa chistera y no tengan ni un solo milagro más que ofrecer, ese pueblo soberano se encontrase delante de una oferta mas basta ideológicamente pero más musculosa emocionalmente, que además identificase de manera muy simple su desencanto y le prometiese soluciones rápidas y radicales para volver a estar tranquilos en su casita, a cambio de dejarles las manos libres para manejar el país?

¿Os atrevéis? Yo tampoco. Pero todos sabemos que esos magos con camisas parda o roja siempre están esperando su oportunidad.

Espero que algún día, sin tardar porque no queda tiempo, mucha más gente como Arturo Pérez Reverte dirijan sus cartas, no al Presidente del Gobierno, sino a aquellos millones de ciudadanos que lo votaron, y les digan de una vez por todas que, o dejan de ser los capullos que siempre han sido, desde Pepe Botella para acá, o nos vamos todos al carajo. A lo mejor entonces empezamos a entendernos.

Pero no caerá esa breva. Me temo.

1 comentario:

  1. En realidad todo es más sencillo: los españoles se quedarán sin patria por pura cobardía e inercia y por lo tanto resultará indiferente la política. Un Estado que se rompe en pedazos carece de política porque carece de entidad, el vacío carece de temperatura, no tiene pulso. No podremos hablar de sociedad española sino de sociedad restodespañola y sociedad neocatalana. Y, como bien subrayas, la cuestión educativa, o mejor dicho la no-educación ha sido el elemento fundamental que ha llevado a esta dramática indiferencia. Que un mierdecilla como Mas pueda destruir la obra de los Reyes Católicos al cabo de más de cinco siglos resulta inquietante: ¿qué silencios, qué complicidades, qué cobardías no serán necesarias para que una nulidad como Mas pueda conseguir sus objetivos?

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