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martes, 2 de octubre de 2012

Ha muerto un hombre.

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Ese guapo muchacho de la foto, de mirada brillante cargada de inteligencia y decisión es, o mejor dicho era hasta el día 1 de Octubre de 2012, Shlomo Venezia.

Shlomo era griego. De Salónica. Judío descendiente de aquellos compatriotas a los que el odio, la intolerancia y sobre todo la ignorancia que anida siempre entre nosotros, expulsaron un mal día de su país, que era España.

Era tanto su país que no dejaron de hablar su idioma, el español, a lo largo de todas las generaciones sucesivas. Tal vez porque la melancolía, o esa vaga esperanza que esconde siempre el corazón en los verdaderos exilados, se hacía más llevadera charlando en esa lengua exclusiva, íntima, en un país extraño. Una lengua que más tarde nosotros denominaríamos “ladino”.

Ladino es una lengua; pero yo he creído durante años que era un adjetivo. Un adjetivo desdeñoso; despreciativo; preventivo ante una velada amenaza aviesa y perversa. Algo propio de judíos. ¡Pobre de mí!

Cuando la barbarie vino a buscar a Shlomo y a su familia para proporcionarles un dantesco destino que ellos no habían escogido, aquel joven tenía más o menos el aspecto de la foto.

Todas las esperanzas y proyectos que se adivinan en sus ojos, quedaron en un primer momento en suspenso; porque, aunque probablemente se sospechaba, o alguien dijo, o el ladrido del SS sugería que nada bueno les esperaba al final de un viaje cuyo destino no figuraba en el billete, a la edad que tenía Shlomo uno se cree siempre capaz de encontrar la salida de cualquier laberinto.

Pero nadie; probablemente ni siquiera un loco en sus peores delirios, hubiera sido capaz de imaginar lo que les esperaba a aquellas personas, que vivían una apacible y tal vez aburrida vida en aquella ciudad provinciana, portuaria y fronteriza.

Conocí personalmente a Shlomo, y eso es algo que no se olvida. No fue el único testigo de la pesadilla genocida desencadenada por los nazis que he conocido. Y todas ellas vaciaron mi vocabulario. Pero Shlomo fue especial. Shlomo representaba, por encima de todo, la opción más noble de la vida.

El efecto inmediato que me produce rozar la ropa de alguien que estuvo en Auschwitz, o el percibir como respira una vida, que se nota que desde entonces le cuesta trabajo creer que la está  viviendo realmente, me deja sin palabras.

Porque todos sabemos que de la muerte no se regresa y, sin embargo, ellos caminaron por el valle de las sombras arrastrando aquellas postreras migajas de dignidad que les permitieron seguir siendo humanos, y tardaron años en atreverse a pensarlo, porque tal vez seguían temiendo que el sortilegio que les devolvió a la vida contra todo pronóstico, podría desvanecerse y…

Shlomo vivió un infierno especial en medio del infierno común al que fueron a parar millones de hermanos suyos. Y míos. Fué destinado a formar parte de los grupos de deportados que se ocupaban de procesar los cadáveres, a la salida de las cámaras de la muerte.

De esta manera, a él lo condenaron a morir, no una vez, sino decenas de miles de veces. Cada vez que los cuerpos de aquellos seres torturados terminaban su calvario, y antes de que ascendiesen al cielo volando entre los millones de partículas de sus semejantes a través de una chimenea, Shlomo debía cortar aquel cabello femenino, luengo, en términos del propio Shlomo, y perecer de nuevo.

Cortar un cabello que habría sido muchas veces, o quién sabe si todavía no, acariciado con amor, arreglado con coquetería, perfumado con intención, movido por la brisa o mojado por la lluvia, pero que ahora acabaría rellenando unos monos con los que los submarinistas o los aviadores se protegerían del frío.

Y tuvo que reconocer a los miembros de su propia familia cuando ya no eran más que unos cuerpos a los que la empresa del apocalipsis iba a dar un tratamiento industrial.

Y, lo que tal vez fuera peor aún; tuvo que sobrevivir. Sabiendo que allí nadie sobrevivía. Eso no debió se nada fácil. Uno de los mayores sufrimientos descritos con mucha frecuencia por los supervivientes es un opresivo sentimiento de culpa provocado por la pregunta fatal de ¿porqué yo sí, y los demás no?

Shlomo era la vida. Una vida que daba con total generosidad a los demás. A los niños, para los que era un héroe de verdad. Porque lo que contaba Shlomo era lo verdaderamente esencial. Él sabía que la única forma de devolver parte del privilegio que disfrutó, y ¡dios sabrá el significado que puede adquirir aquí esa palabra!, la única manera de devolver parte de la vida que una extraña contorsión del destino le proporcionó, era la de divulgar su historia.

Demostrar, mediante la paradoja que suponía estar vivo para poder contar con mayor precisión la muerte, que nada de lo que la mente humana es capaz de imaginar está dentro de lo imposible. Que el concepto de lo imposible fue abolido.

Él lo presenció y me lo contó.

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