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viernes, 31 de agosto de 2012

El insomnio de una noche de verano


En la entrada de su confortable madriguera, la pequeña comadreja asomó prudentemente su cabecita. Esta parecía verdaderamente insignificante al lado de la ciclópea cruz medio derrumbada de aquella tumba. Se trataba del destartalado panteón familiar de Ángel Pantaleón Torcido Siracusa, notario, en el que se había levantado un último acta notarial; el de su propia defunción.

Entornando levemente sus minúsculos ojillos entre los hirsutos bigotes de su hocico, trató de hacerse una idea aproximada de los peligros reales que, en aquella ocasión, encerraba la siempre arriesgada expedición nocturna que se disponía a emprender.

La luna llena extendía su cegador reflejo por todo el camposanto. Debido a ello, aquel habitualmente recóndito escenario había adquirido una súbita e inusitada grandeza. Era casi tan espectacular en su reposada y silenciosa belleza como lo había sido bajo el ruido y la furia cuando, sumergido por cataratas de lluvia; bajo el aterrador efecto estroboscópico de los relámpagos; y con la ensordecedora cacofonía de los truenos, se despidió de la última primavera en medio de una tormenta memorable.

En el extremo contrario del cementerio, aquella atmósfera de lúgubre entropía reflejaba su más ruinosa realidad en una escuadra de máquinas excavadoras oxidadas e inmóviles, a las que la crisis inmobiliaria había paralizado en pleno inicio de la demolición del cementerio, cuyos terrenos deberían haber acogido al ansiado polideportivo municipal.

Esa noche, en aquella escena de ruinas, solo se echaba en falta algún sonido o eco lejano que para completar su romántica melancolía. Pero no sonó el remoto tañido de una campana, ni el emotivo trémolo de un nocturno de Chopin. Nada.

Hasta que…

Fue una especie de chasquido prolongado. Un ruido entre mecánico y humano. Algo así como el sonido que emitiría un estropajo de aluminio al iniciar la limpieza del tubo del desagüe de un lavabo, en el roñoso aseo de una estación de servicio.

Por el lado oscuro, –siempre hay un lado oscuro en todos los lugares, incluso en un cementerio-, y entre el macizo de cipreses que conseguía elevar vegetalmente la altura del desconchado muro de cierre, comenzaron a agitarse levemente los hierbajos que cubrían unas antiguas tumbas vacías, cansadas de esperar nuevos inquilinos.

La forma, que empezó a desvelarse poco a poco mientras entraba en la zona iluminada emitiendo aquel sonido indefinible, provocaba una vaga inquietud. No se trataba de nada concreto. Era como si arrastrara una levísima aura terrorífica en torno a su silueta.

 Aquello acabó por activar todas los circuitos de alarma del pequeño mustélido, quien con un vertiginoso giro de ciento ochenta grados sobre sí mismo, se eclipsó en una fracción de segundo dentro de su segura madriguera.

El paso trabajosamente lento de la silueta, y los gestos que empezaban a percibirse con mayor precisión, parecían más bien el resultado de una premeditada y bien estudiada puesta en escena, que de cualquier expresión espontánea de aquel estrafalario bulto.

Cuando la intensa y lechosa luz del plenilunio alcanzó a iluminar lo que parecía ser el cráneo de aquel espectro, un conjunto de rasgos vagamente perdidos en una maraña de arrugas dibujaron un tenebroso rostro. En su horrible rictus se mezclaban, apenas contenidos, el rencor, la ira, el odio y una patética mirada cuya expresión oscilaba entre la de un grotesco perdonavidas de gama baja y la de un mal aseado proxeneta jubilado.

Una figura de espaldas, en primer plano, abrió los brazos con gesto de acogida y con la indisimulada satisfacción de quien retira el paño que cubre la tarta de cumpleaños exclamó :

“¡Señoras y señores; Mario Conde regresa a la política!”

Bueno, no fue exactamente así como yo lo presencié en ese contenedor de basura televisiva que es TeleCinco. Pero así es precisamente como yo lo vi. Lo juro.

El cementerio de los quiméricos manas que ya no caen del cielo, incluído el fantasma recurrente del polideportivo, es solo el forillo. El decorado del escenario de un esperpento que se representa en este rincón geográfico, con sus actos y sus entreactos, incansablemente, y cuyos protagonistas están, una vez más, tratando de defenderse del apuro en el que se encuentran metidos, por el viejo y desacreditado método de negar tozudamente la realidad.

“Bueno…, allá ellos”, diría con evidente sabiduría mi fracción más incorregiblemente individualista, si no fuera porque ese tipo de actitudes puede tener -¡Dios no lo quiera!- consecuencias fatales para todos.

No voy a repetir una vez más lo dicho hasta la saciedad en estos humildes comentarios. Repasad los manuales de historia. En ellos está retratada mil veces la situación de hoy, en múltiples soportes; desde en daguerrotipos de mediados del siglo XIX hasta en colgajos actuales de YouTube.

Cuando a la situación económica le da por recordarnos que nos hemos equivocado de rumbo, y nos previene de la fatal colisión hacia la que nos dirigimos, cerramos los ojos y llamamos a papá, como los niños en la montaña rusa.

Pero aunque al entreabrir los párpados papá no esté, sabemos que puede aparecer. Murió varias veces a lo largo de la historia, siempre después de causar múltiples destrozos. Y como lo atestiguan fielmente los archivos, a pesar de sus diferentes disfraces, siempre se trata del mismo papá.

La angustia aumenta y a las “cabezas de turco” políticas les suceden sin solución de continuidad lo “chivos expiatorios” políticos, quienes, por otro lado, tienen bien asumido que eso va incluído en el sueldo. Pero claro, todo ese cabreo no reduce un céntimo las hipotecas. ¡Se hace urgente el milagro!

Y… ¡Chan, chán!  Ahí es donde aparecen los zombies; lo freaks redivivos; los chamanes amateurs de toda la vida; los trileros de la historia; los filibusteros políticos y los aspirantes al papel de protectores padres, o padrecitos, de los pueblos.

Todos nosotros hemos sido testigos de las tristes actitudes adoptadas por los parientes de alguien aquejado de un mal incurable. Personas normalmente razonables y en principio poco proclives a las soluciones milagrosas, nos confiesan inesperadamente haber acudido, con una última y remota esperanza, a reclamar los servicios de algún renombrado curandero, en busca del ansiado remedio-milagro para su ser querido.

Cualquiera con un mínimo de buen corazón entenderá y disculpará semejantes gestos de impotencia.

Pero cuando una población está habituada al milagro que se opera cotidianamente en la llamada sociedad del bienestar, vive esa ficción con un desenfadado entusiasmo, sin querer darse cuenta de que se trata de un peligrosa enfermedad en la que la gravedad se incrementa aceleradamente como consecuencia de lo que no es más que una suicida huida hacia delante. Y cuando se termina ese prodigio, empieza el pánico.

Entonces no son ya unos bienintencionados parientes quienes tratan de salvar a un tercero. Se trata de los propios moribundos los que claman por el milagro. Y lo hacen, no porque crean que el mal no tiene remedio. No. En el fondo saben muy bien que el único remedio está en sus manos, y que consiste en responsabilizarse de una vez de su anterior irresponsabilidad y resignarse por fin, todos juntos, a pagar el precio de la terapia salvadora.

Pero no. Piden el milagro para seguir sin hacerse cargo de su propio desastre.

Esta situación no se presenta hoy por primera vez. La conocen todos aquellos que tengan más de treinta años y podrían describirnos con pelos y señales lo que ocurrirá a continuación.

Los vendedores de crecepelo descargarán sus camionetas, con el género que bajo nuevas etiquetas encierra siempre el mismo producto. Son los charlatanes de siempre, presentes en todas las ferias que se montan en torno a las sociedades en crisis. Paupérrimas imitaciones de todo a cien de las ferias de antaño, en las que aquella soberbia mujer barbuda ha sido sustituida por una troupe de torpes prestidigitadores a los que se les han muerto las palomas hace mucho tiempo.

¡Ya han montado sus tenderetes, financiados por aquellos que apuestan siempre a todos los caballos, y ya están empezando a tratar de agitar a la legión de calvos, señalando a los verdaderos causantes de su alopecia!

Los políticos. En bloque. No las personas. La profesión.

Acordaros de aquel mequetrefe austriaco del bigotillo de mosca y aires de orador de barbería, en los años treinta. Pronto encabezó las masas de descontentos hambrientos. Solo tuvo que encontrar al “culpable”: los políticos de la República de Weimar. “Sucios tramposos embaucadores de la buena fe de un gran pueblo, traicionado previamente por esos mismos tramposos de la política”.

Aquí, en los años noventa, toda una generación de estúpidos impacientes con aro en la oreja, fue encandilada por un personaje con pinta y tabarra de dependiente pelmazo de El Corte Inglés, que promocionó ante la audiencia de la escasa media docena de neuronas que poseía aquel club de cretinos, el prodigioso atajo financiero recién descubierto por él, llamado “El Pelotazo”.

Lo que queda actualmente de ese empalagoso tahúr se asomaba hace un par de días por la pantalla del televisor en casa de los que necesitan urgentemente un milagrito.

En el plató, cuatro periodistas comentaban la movida. El habitualmente desmitificador Alfonso Rojo, defendía la idea de que es muy sano que entren en política personajes ajenos a esa profesión, como ocurre frecuentemente en los USA.

Olvidaba decir Alfonso que en ese país los outsiders pertenecen siempre a uno de los dos grandes partidos en liza, como fue el caso de Ronald Reagan o Arnold Schwarzenegger, miembros del Partido Republicano.

No suelen ser visionarios creadores de “terceras vías” como han sido los casos de Marina Le Pen y su BleuMarine, Rosa Díaz y su UPyD, Jesús Gil y su GIL, otros ruizes-mateos, y ahora este calamidad.

En otra silla de pontificar se aposentaba esa especie de muñeco de ventrílocuo de tertulia llamado Javier Nart, que suele auto-divulgar un currículo personal que es el asombro de propios y extraños por la aparente imposibilidad física de que haya podido hacer tantas cosas importantes como declara, en el número de años que aparenta haber vivido.

Y, por si eso fuera poco, esta perla añade al resto el dudoso mérito de ser el cursi más pedante de las ondas hertzianas, cuyo incomparable truco estilístico consiste en expresarse únicamente y sin excepción, con frases lapidarias. En esta ocasión y fiel, una vez más, a su peculiar modelo prosódico declaró : “Creo en el mensaje, pero no creo en el autor”. Y se quedó tan tranquilo.

En general esa era la “opinión” más generalizada en aquel “erudito” sanedrín. Todos los reunidos se pusieron a participar con entusiasmo en el  populista concurso del “tiro al político”, suscribiendo al pie de la letra la demagogia extra-plana del ex-banquero-ex-convicto-ex-presidiario.

Este, en medio de un galimatías lingüístico huérfano de la más misérrima retórica, y en el que uno, al cuarto de hora de tabarra, trataba inútilmente de identificar un par de ideas hilvanadas, engolaba de vez en cuando su voz de feriante afónico, para recriminar a los actuales gobernantes su vergonzosa FALTA DE MORALLLLLL…

Así, rodando incansablemennnnnte la ele, para darle ese énfasis especial, propio de un torquemada de aldea dirigiéndose a sus acojonados feligreses desde el púlpito de su chamizo. Este personaje, que se ganó esa reverencia tan ibérica de los que admiran las hazañas del Dioni tanto como a los números uno de las oposiciones a la Abogacía del Estado y por idénticas razones (que sería largo exponer aquí), anunciaba con aire apocalíptico la buena nueva de su “vuelta” a la palestra política.

Que un rufián de pacotilla, como este, se permita hablar públicamente de moral en un país que presenció y financió la insufrible serie de juicios que acabaron por dejar en unos pocos años de trullo, para un chorizo perfumado con Varón Dandy como él, lo que debería haber sido una condena ejemplar, tendría que ser suficiente pista para acabar de entender la madera de la que está hecho ese país.

La única buena noticia en medio de todo este carajal es que, como país original, el nuestro bate récords. Y si en todos lados el estado providencia suele ser una tienda, un mostrador de reparto a pie de calle, aquí no. Aquí tiene dos plantas.

La primera es la normal. La del estado benefactor. La segunda es la correspondiente a la economía sumergida. Y precisamente es en esa otra instancia, delictivamente providencial, donde reside la única causa por la que, afortunadamente, los zombies lo tienen aquí bastante más crudo. Por ahora.

Porque no hay que olvidar que, por ventura para nosotros, para que el mencionado macarra del bigotito de mosca pudiera montar la que montó, tuvo que vivir en un país en el que, en 1933, a falta de carbón se atizaba la calefacción con toneladas de los devaluados reichmarks de la época y, durante las noches, se guardaba sitio en la cola de la comida benéfica.

De momento, aquí seguimos con el tinto de verano, y que no falte.

¡Aunque sea Don Simón!

1 comentario:

  1. Me encanta que recuperes palabras clásicas como "rufián". ¡Ah, cuántos milagros no veremos en nuestro Patio de Monipodio! ¡Cuántas resurrecciones! De todos modos, debemos ver el lado positivo de las cosas, si regresa el Conde de Banestein con su moralina desde cárceles inefables, ¿quizá sea verdad que existe vida después de la muerte? ¿Quizá podemos albergar alguna esperanza?

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