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jueves, 3 de febrero de 2011

¡FEARRRRRRR.....!

No sé... me tengo por alguien con una enérgica y vigorosa confianza en el ser humano, como aspiración. Sin embargo, hay días que me sumerjo inevitablemente en una negra misantropía al contemplar ciertas manifestaciones abyectas que nos son ofrecidas por los medios de comunicación, cada vez con mayor frecuencia.

He dudado en escribir sobre el caso presente, y más adelante comprendereis el porqué.

Hace dos columnas daba cuenta de una noticia procedente de Francia, y referida a Celine, como base de reflexión sobre el debate, siempre inédito, en torno a la relación moral entre el autor y su obra. Anteayer llegó a mi conocimiento un episodio reciente que, aunque distante en sus términos concretos, nos devuelve al tema de la responsabilidad ineludible de quien opta por presentarse como figura pública.

Un miserable “don nadie”, con ínfulas de director de cine, y que se hace llamar Nacho Vigalondo, paniaguado de ese sanedrín de la progresía que es el diario El País, se ha permitido el siniestro lujo de montarse una vil provocación, en ese establo de acémilas que es Twitter, vanagloriándose a continuación del incremento sideral de seguidores que supone pasar de 50 catecúmenos a 50.000, en una supuesta operación de marketing fétido. El sutil slogan en el que basó la operación de imagen fue el siguiente, al parecer:

“Ahora que tengo más de cincuenta mil followers y cuatro vinos en el cuerpo podré decir mi mensaje: ¡El Holocausto fue un montaje!".

No creo que haga falta comentar esa bazofia negacionista. En su respuesta a las inmediatas protestas de algunos -solamente de algunos- lectores de su covachuela virtual, remató la jugada con estas perlas: “¿Cómo se llamaba la película esa de Spielberg? Ah, sí... Parque Judaico”…“Cómo se llamaba la película esa de Spielberg... Ah, sí “A todo gas”….“Decoraban las paredes con cuadros de Degas”…Cómo era la película de Spielberg... “Anna Frank's catch me if you can”. El total se comenta por sí solo.

Tal vez el calificativo de negacionista sea excesivo en este caso, no porque el contenido literal de su rebuznos no contengan esa cualidad, sino porque la talla mental del sujeto no alcanza ni siquiera para su aplicación. Y ahí reside la gravedad del hecho, en mi opinión.

Este tarado, si hubiese vivido en la Alemania de los años 30 y si hubiese tenido la fortuna de escapar a la operación llamada Aktion T4 (aplicación de la eutanasia a los débiles físicos y mentales), se hubiese prestado a participar en las festivas agresiones a la comunidad judía, sin entender una palabra de lo que estaba haciendo. Y, una vez enfundado en un elegante y negro uniforme, metería a patadas a viejos, mujeres y bebés en trenes de mercancías con destino desconocido, y todo esto muerto de risa.

Esta lumbrera, en un alarde de ingeniosidad, ha calificado de “humor negro” a su hazaña, y su respuesta a las flojas y escasas protestas que le reprocharon su “mal gusto”, consistió en un refrito de frases hechas y tópicos cutres, mezclados con supuestas teorías de marketing de cortar y pegar, cuyo significado supongo que es incapaz de metabolizar su única neurona.

Hasta aquí, la parte más deprimentemente banal del asunto.

La cuestión central de la reflexión que me sugiere este síntoma de la gravísima enfermedad social que padece este país actualmente, es la facilidad asombrosa con la que un personaje patético en su pobreza intelectual, pero que goza de unas circunstancias excepcionales de vacío moral de la sociedad, puede aglutinar en torno a un “discurso” demencial a un colectivo de 50.000 entusiastas, en unas horas.

Los miles de posts ditirámbicos que ese personaje recibió, en defensa de su, al parecer, maltratada dignidad artística, me han estremecido más por el tenor de sus contenidos, que por su inconcebible número. Había tenido noticias de una encuesta reciente que revelaba la afirmación de antisemitismo declarada por un 30% de los encuestados, pero una cosa es la frialdad de una encuesta, de la que no conozco ni la segmentación ni la metodología empleadas, y otra cosa es leer en directo, y bajo el anonimato de una de las llamadas redes sociales, unas declaraciones estremecedoras, en su triunfante amoralidad.

Cuando uno se pregunta cómo fue posible que un desclasado mendigo de las calles de Viena llegase a seducir a 80 millones de ciudadanos del país más cultivado de la Europa de entreguerras, una de las múltiples causas que se suelen manejar es la de la original y astuta utilización de un medio de comunicación novísimo en aquellos años, como era la radio.

Novedosa y estremecedoramente eficaz fué la radio en 1930, en aquel caso. ¿Cómo calificaremos en un futuro a estos pretendidos espacios de libertad de opinión sin límites que son la “redes sociales”? Es evidente que la historia no se repite, porque por eso es historia. Pero, a veces, cuando es dificil de comprender lo que sucede, y además da miedo, uno está tentado a creer, como poco, que no tenemos remedio.

Decía más arriba que he dudado en escribir esta nota…¿Será posible que este ser insignificante me plantee el problema de no contribuir a la difusión de sus heces?

He lanzado una moneda al aire y ha salido cruz.

3 comentarios:

  1. Provocar, para llamar la atención, es la misma estrategia que usó González Ruano para llamar la atención -él se metió con Cervantes- o Cohn Bendit para chupar cámara. Me gustaría contar uno a uno los 50.000 amigos de los nazis para identificarlos y que se avergonzaran. Pero el anonimato, ese enemigo de Internet, es el amplio mar dónde nadan los cobardes.

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  2. Identificarlos y regalarles el juguete que más les gusta : un campo de concentración para ellos solos.

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  3. Planteas un asunto temible: Cómo se puede convocar a tanta gente con canalladas genocidas. Por la misma razón –sea la que sea- se podría convocar a muchísima mas, con canalladas de menor rango y eso explica muchas cosas.

    Planteas también, cómo la nación más culta de Europa encumbró, mediante el voto, a Hitler.

    Pues bien ambas cosas juntas dan miedo. Pero si se analizan en uno de los países menos cultos del mundo desarrollado, el miedo se transforma en pánico.

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