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domingo, 7 de diciembre de 2014

O joven, o muerto.


Hay que reconocerlo sin rodeos, nosotros, la generación de los sesenta, somos los verdaderos autores de una partitura original, cuyo desarrollo sinfónico ha culminado en el confuso y ensordecedor concierto al que asistimos hoy en día.

Una generación que introdujo, en la secular estructura familiar de los niños, los adultos y los viejos, una nueva categoría, los jóvenes.

Inédita y con vocación hegemónica.

Nuestra arrogante actitud, respecto a la generación anterior, se basaba en un hecho histórico. Éramos la primera generación de la historia que no se había visto envuelta en ningún conflicto bélico. Nosotros, teníamos las manos limpias de sangre. Nuestros padres no. La historia precedente era el relato de un inmenso fracaso moral.

Así es que, juventud era sinónimo de inocencia. ¡Menuda posición de salida!

El sentido de la vida anterior, burgués, caduco y aburrido, solo representaba una referencia de la que alejarse conducidos por el culto sacralizado de lo joven y lo audaz.

El lado positivo de este vertiginosa apuesta lo constituyó la invención de un mundo autónomo y exclusivo, alejado de las estructuras existentes mediante la creación de un mercado de consumo diferente, en el que los productos que lo integraban, la moda, la música, las nuevas profesiones, etc, estaban concebidos, desarrollados y consumidos por una generación que se identificaba simbólicamente con su innovador estilo.

Este fenómeno social imparable, que tenía su ámbito natural en la burguesía universitaria occidental, no pasó desapercibido para uno de los bandos enfrentados en la guerra fría que contextualizaba aquella época, y supo aplicar sus solventes métodos de proselitismo con resultados muy  palpables.

Paris, Mayo de 1968.

La teoría era muy simple. Y la palabra clave que la resumía era contestación.

La victoria de esta propuesta, la determinó la rendición sin condiciones del adversario.

Se rindió la autoridad como concepto. En la escuela y en la familia, instituciones formativas del antiguo orden. En la amalgama disolvente puesta en práctica, daba igual que esa autoridad tuviera carácter moral o dictatorial. Tábula rasa.

El tuteo igualador entre alumnos y profesores, entre mayores y adolescentes, se impuso como símbolo del triunfo de una juventud espontánea y creativa. El lenguaje y la apariencia general se hicieron jóvenes, con el arrinconamiento de toda evocación a la edad o la experiencia.

El mercado de consumo detectó astutamente la tendencia, y la moda se hizo joven. Los gimnasios, la industria de adelgazantes y la clínicas estéticas acudieron renovadas a la llamada  angustiada de la carne fláccida y las arrugas. Nadie quiere perder el tren de la eterna juventud.

El retrato de Dorian Grey preside el salón de todos los hogares modernos.

Pero la inundación alcanzó también al mundo de las estructuras políticas. Hoy en día, no hay país desarrollado que no se haya actualizado, en términos de rejuvenecer esas estructuras.

Ya había inaugurado su escaparate al inicio de esta revolución, con el joven presidente Kennedy. Los yankees siempre con veinte años de adelanto.

Empezó por la rebaja en la edad del votante. Casi nada. Tres años en la corta vida de alguien con dieciocho. Y, claro si el votante es casi un adolescente, ¿cómo los políticos pueden entender sus anhelos a los sesenta?

Consecuencia directa; los políticos deben ser jóvenes. Un político maduro está incluido en la lista de los sospechosos, cuando no en la de los culpables, por su edad.

En Francia, los partidos clásicos, como el PS o la UMP, les han dejado claro el papel de comparsas a los miembros jóvenes que la ola renovadora ha hecho indispensables. Pero Marine Le Pen, ha hecho formar en sus alcaldías al regimiento de reclutas, elegidos por su masa  mayoritaria de votantes de poca edad.

En España, una simple ojeada al panorama, nos ofrece esa tendencia, inaugurada por el inmaduro Zapatero, que alcanza ya a un PP en el que la joven Soraya Sainz de Santamaría empuja fatalmente al maduro Rajoy hacia su sillón de jubilado. El PSOE busca desesperadamente un candidato en su jardín de infancia, mientras un joven providencial, disfrazado de soixante-huitard de pacotilla, hace suspirar a la legión de votantes imberbes, en sentido directo y figurado, que le aclama su ayuno discurso político.
Por no hablar de ese joven engendro del Pequeño Nicolás... 

Y uno, que a sus setenta pasados sostiene que solo hace más tiempo que otros que es un niño, se siente, una vez más, desconcertado ante su contradicción.



¡Señor! ¿cuándo maduraré de una puta vez?