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domingo, 30 de noviembre de 2014

Funámbulos y sonámbulos


“Lo que en ese hombre me resultó siempre raro fue que apestase a burgués. Uno pensaría que alguien que organiza la muerte de muchos millones de personas tendría que diferenciarse visiblemente de todos los demás hombres y que a su alrededor habría un resplandor terrible, un brillo luciferino. En vez de tales cosas, su rostro, es el que uno encuentra en toda gran ciudad cuando anda buscando una habitación amueblada y nos abre la puerta un funcionario que se ha jubilado anticipadamente. En eso se hace patente, por otro lado, hasta qué grado ha penetrado el mal en nuestras instituciones: el progreso de la abstracción. Detrás de la primera ventanilla, puede aparecer nuestro verdugo. Hoy nos manda una carta certificada y mañana, la sentencia de muerte. Hoy nos hace un agujero en el billete de tren, y mañana, un agujero en la nuca.”

Este párrafo en el que Ernst Jünger comenta la impresión que le producía el rostro de Heinrich Himmler, la encontré al azar en ese trastero inclasificable que es Internet, y me ha sugerido una imagen que, a veces, me ofrecen las sociedades modernas.

El dinamismo del universo es el resultado de un constante desequilibrio. Para avanzar es preciso desafiar a la gravedad. De la posición de reposo, en equilibrio, solamente se sale provocando la ruptura de la estabilidad que supone dar un paso.

Es perfectamente erróneo creer que la tendencia natural es la de alcanzar ese equilibrio. Eso nos haría ponernos al margen de nuestra naturaleza de partículas cósmicas. Sin embargo, el desequilibrio, es uno de los tabús que más éxito han tenido en la evolución del ser humano, porque se le identifica inequívocamente con el riesgo.

Nuestro universo dinámico y arriesgado, está poblado por dos comunidades que se cruzan casi sin reconocerse, en las que ese peligro que encierra es enfrentado por ambas de forma completamente diferente.

Una de ellas esta constituida por gentes para quienes la inseguridad es el estímulo que forma parte inevitable de su existencia; la fuente de energía que alimenta su capacidad creativa. La incógnita que acompaña a toda toma de decisiones, y que es la compañera inseparable del progreso.

Son los funánbulos. Aquellos que saben que el camino hacia delante discurre sobre una línea siempre oscilante, flanqueada por el vacío del error. Los que reflexionan sobre cada paso a dar, en la senda de sus aspiraciones, asegurando su trayectoria con el equilibrio que les proporciona una pértiga de conocimientos y la experiencia del paso anterior.

Desplazarse sin pausa, sintiendo la intensa emoción que les proporciona cada centímetro avanzado, cada pequeño éxito que les afirma sobre el hilo conductor de sus propósitos, es su forma de percibir la energía que mueve al universo.

Con frecuencia el error les recuerda su naturaleza falible, y a cada caída le sigue un nuevo inicio que trata de recuperar la distancia perdida, con la experiencia de ese traspié como aprendizaje que descarta una nueva parte del riesgo.

Los profesionales del arte del funambulismo tienen excluido el mirar a la cuerda, al lugar donde acaban de poner el pie. Hacerlo es la causa una caída garantizada. Su mirada no debe apartarse nunca del final de su recorrido. Sus pies obedecen al recorrido de su vista. Su punto de destino es, a un tiempo, la finalidad y la senda virtual que les conduce a ella.


Esa inclinación a alcanzar aspiraciones razonables de forma incansable, representa una actitud ante la vida. Una forma de explicación de la existencia, fuera de la ensoñaciones metafísicas con las que los mitos proponen seductoras respuestas infalibles. Una actitud, con la mirada puesta en un futuro real, posible y al alcance de la voluntad y del esfuerzo.

Al lado de estos seres, para los que la iniciativa personal y la contingencia que encierra constituye su razón de existir, se encuentran, moviéndose sin avanzar, equilibrados y estáticos, los sonámbulos.

Su existencia está fundada en la inmovilidad, y su energía vital es de baja intensidad.

Todo riesgo está descartado. Poseen una interpretación de la realidad basado en el principio de la inercia, de la obediencia ciega a una milagrosa dinámica externa, que les hace identificar al futuro con un destino fatal, fuera del alcance de sus posibilidades de acción.

El equilibrio y el orden presentes, cuya procedencia no les perecen digna de su raquítica curiosidad, son las condiciones que determinan su actitud. Su proceder habitual se reduce a mantener prioritariamente las constantes dadas y a reproducir conductas consolidadas y perfectamente codificadas.

Esos sonámbulos, cuyas vidas apenas merecen ese apelativo, y que viven en una realidad construida en base a certezas imaginadas, la mayor parte de las veces creadas y sostenidas por una violencia auto-justificada en base a peligros y enemigos así mismo imaginados, se sienten a salvo de sus temores persistentes dentro de células colectivas fuertemente cohesionadas.

Su onírica existencia procede directamente de sus pesadillas. Y estas están permanentemente realimentadas por su especial valoración de la realidad. Una valoración paranoica, que justifica la obediencia a cualquier instrucción, por más inmoral que esta pudiera ser.

Una de las características más significativa de estos seres es su mediocridad; esta particularidad es propia de quien valora la brillantez o la singularidad como un peligro potencial, en cuanto al riesgo que supone para ellos cualquier conducta que se aparte del canon de normalidad que garantiza su equilibrio.  

Son gente normal, como muy bien señala Jünger; apacibles sonámbulos que uno se tropieza en cualquier estación de metro. Honrados servidores de la sociedad, entre cuyos cometidos puede encontrarse el de enviar a un funámbulo al patíbulo, si así lo requiere el orden establecido.

…y sin que ello le impida comprarles unos caramelos a los niños.

martes, 25 de noviembre de 2014

¿Tu quoque…?



“La situación política, social, moral, cultural, territorial... es absolutamente inestable. Eso coincide con una apreciación que todos los historiadores serios han hecho de los periodos de sucesión. Periodos que son largos en el tiempo y de fuerte crisis social y política.”


Esta declaración de uno de los intelectuales que integran la lista de mis preferencias, en términos de comentaristas políticos, me ha dejado en estado de estupefacción.

Me resulta difícil asumir que su lenguaje habitualmente riguroso y preciso, se haya contaminado con esa especie de esperanto que aglutina a una larga listas de grupos heterogéneos de “progresistas” de todo pelaje.

La doxa común  de ese confuso revoltijo resume un pesimismo cateto y simplificador, del que se está aprovechando una minoría zarrapastrosa que se abre camino, entre la indiferencia general.

También, otra parte de ingenuos, tratan de exorcizar una especie de temor difuso al futuro inmediato con expresiones pasablemente catastrofistas, que los interesados ya están capitalizando con el rumboso término de “el miedo de la casta”.

Lo cierto es que la alusión a la valoración de los períodos de transición - así, en general- que hacen los historiadores serios mencionados por Juaristi, no puede constituir un argumento digno de tenerse en cuenta, más que como un recurso retórico en apoyo a su afirmación del estado general de nuestra sociedad, que por otra parte, no me parece que tenga más alcance que el de una respetable, pero discutible opinión.

Lo que me parece más grave es el hecho de que, día a día, se va extendiendo esa neblina disolvente de pesimismo, que no tiene el menor fundamento objetivo, si no es aquel que esa misma intoxicación está provocando.

Y el caso es que, una vez más, este tipo de fenómenos tienen un origen inexplicable, lejos de cualquier sospecha de complot o estrategia astutamente puesta en marcha por oscuros intereses. Se deben, al menos en apariencia, a una dinámica histórica en la que intervienen una multitud de factores, difíciles de identificar.

Pero el caso es que, en un horizonte global con bastantes nubarrones cargados de incertidumbres económicas, conflictos sangrientos con perfiles inéditos y solapadas amenazas que ya creíamos superadas, nuestro país es capaz de albergar algunas incipientes esperanzas, a pesar de las dificultades añadidas por nuestra secular obsesión por los particularismos.

Es cierto que padecemos actualmente un mediocre situación educativa en determinados sectores, ni remotamente mayoritarios.

Pero hay datos que indican un incremento de la calidad profesional de las nuevas generaciones, y de una cultura, que si bien sufre las consecuencia indeseables que todo cambio de paradigma tecnológico conlleva y que compartimos con otras sociedades desarrolladas, se están incorporando a él de forma paulatina y satisfactoria.

El impacto de lo que se califica como la crisis económica más profunda del capitalismo, está provocando situaciones difíciles en muchos sectores sociales, pero el camino de regreso parece fuera de toda duda que ya se ha iniciado.

Nadie, en su sano juicio, podía esperar que una potencia media, dentro del círculo de países desarrollados, como es España, fuese a librarse de los efecto de un cambio de paradigma como el que se está produciendo en el mundo desde hace más veinte años.

Hurgar en los vertederos de la basura política amarillista como lo hace Juaristi, en sus respuestas respecto de la Reina, no solo es periodísticamente irrelevante, sino que añade un imprudente plus de prestigio al discurso disolvente. Lo cual, no era previsible en cuanto a la responsabilidad intelectual de la que ha hecho gala hasta ahora.

Los demagogos, los simplificadores y aquellos para los que el papel de víctimas goza de esa falaz expresión de Régis Debray de que “las bofetadas que se reciben se recuerdan mejor que las que se dan”, están de enhorabuena.

A su escuálido motor le ha incorporado Juaristi, gratuitamente, un turbo-compresor, que añade unos caballos de potencia suplementarios, que ellos sabrán usar debidamente en su carrera hacia ninguna parte.

El sectarismo fanático de cierta pretendida intelectualidad de izquierda, que ya está dando muestras de su inclinación a reducir al silencio a cualquiera que no piensa como ella, no representa, en realidad, ninguna novedad.

Lo que sí es inquietante, por novedoso, es que alguien tenido por respetable, se descuelgue con unas declaraciones que no hacen más que verter gasolina en una pequeña hoguera, sin medir los riesgos de avivarla hasta alcanzar un brillo desproporcionado.

No es para echarse las manos a la cabeza, claro. Pero no es una buena noticia.

Al menos, para mí.