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miércoles, 26 de febrero de 2014

23F.La aventura.


En mí exilio funcional y voluntario en las Galias, tengo pocas posibilidades de estar al día de la actualidad española. Parece mentira que en el siglo de la globalización, y a 150km. de la frontera, uno pueda adquirir el síndrome de Robinsón mediático. Pero es que las emisiones por Internet de TVE, pretenciosamente anunciadas “en directo”, me recuerdan los apagones de luz de los años cuarenta.

Bueno, a lo que iba; he tenido noticias a través del “trasmallo eléctrico” de una ocurrencia más de ese bípedo de la telebasura que se hace llamar Jordi Évole, en su obsesiva puja en la subasta de cupos de basura televisivos. Al parecer ha mejorado su propia marca con un esperpéntico (¿o era “experimento”?) pseudo-reportaje, lleno de muñecos rotos de guiñol, con el que trataba nada más y nada menos que de emular al gran Welles de “La Guerra de los Mundos”, mediante una “versión histórica” del 23 de Febrero de 1981. Aunque, al parecer, no le llegó ni a la altura de los tobillos al ínclito doctor Jiménez del Oso, al que hoy recordamos con cierta ternura.

No se me alarmen. No voy a dedicar ni una línea más a este genuino representante de nuestro actual basurero televisivo.

Mí intención era de la de narraros mí experiencia de aquel memorable momento, que empezó para mí aquel día de febrero de 1981 a las cuatro y media de la tarde. Hora en la que me afanaba por terminar unos dibujos para el número de la Gaceta Ilustrada de la siguiente semana.

Estaba escuchando la radio, concentrado en mis lápices, mientras se desgranaba la sonámbula  letanía de una votación en el Congreso de los Diputados.

Justo en aquel momento el locutor describió la entrada de un teniente coronel de la Guardia Civil en el Salón, sin alterar la voz más de lo que lo hubiera hecho si el aparecido fuera un fontanero.

Pero de pronto, los apagados ruidos de aquella monótona sesión se convirtieron en una algarabía de gritos conminatorios poco inteligibles y, acto seguido, en el atronador ruido de unas ráfagas de armas automáticas que debió de durar un eterno par de minutos, hasta que una voz de sargento cuartelero gritó ¡alto el fuego! varias veces, mientras las detonaciones más cercanas al micrófono indicaban que era él mismo quien estaba disparando.

A continuación estalló un silencio ensordecedor. Sepulcral en mí recuerdo.

Súbitamente, se me olvidó el dibujo que tenía ante mí y me quedé mirando el receptor, como esperando una explicación  que me sacara de mí estupefacción.

En los segundos siguientes relacioné rápidamente las palabras del narrador, con el grado del oficial, el Cuerpo al que pertenecía, las ráfagas, el grito y el silencio posterior.  ¡Se los habían cargado…!

A los que ya tenemos años y memoria suficientes no nos hace falta recordar el ambiente reinante en los años inmediatamente posteriores a la Transición. Años de violencia callejera, de una cierta impunidad de los violentos, y una especie de inseguridad e inquietud, mezclados con la esperanza histórica recientemente adquirida. La excepcionalidad que representaba, con relación a los 37 años precedentes, nos hacía metabolizar toda aquel ambiente enrarecido como el chirrido inevitable de los neumàticos de la historia, en aquella alentadora chicane de su recorrido.

La sombra amenazadora de un posible golpe militar sobrevolaba el ambiente desde hacia un par de años. Pero, además de su efecto alarmante, los rumores poseen  efectos narcóticos derivados tal vez de su pertinaz insistencia, lo cual nos permiten vivir resignados en esa borrosa frontera que existe entre el temor, y la ausencia de certezas verificables, por definición.

Bueno, cada cual supongo que tendrá su propio recuerdo de aquel infortunado día. En mí caso particular, no tardé ni cinco minutos en hacerme una idea de lo que vendría a continuación.

Habían tomado al Congreso, habían asesinado a un número indeterminado de diputados, y España, una vez más, entraba en un oscuro túnel de longitud histórica impredecible.

De lo que no tenía duda era de que yo era probablemente una de la escasas personas que estaban escuchando aquella emisión. Esa era mí única baza favorable. Eran cerca de la cinco de la tarde y la vida continuaba su curso en una capital ignorante de todo aquel episodio.

Inmediatamente llamé a mi amigo y compañero de prensa Lalo Azcona, con quien trabajaba a la sazón, y lo encontré en su casa. No estaba al tanto. Se quedó de piedra y me indicó que salía en el acto hacia Televisión, y que me llamaría desde allí en cuanto supiera algo.

Me calmé y traté de trazar un plan de escape. No entraba en mis cálculos volver a una situación que me había costado 37 años de falta libertad.

Mí ventaja consistía en haberme enterado en directo. Por mucha prisa que se diesen en controlar las salidas del aeropuerto, seguramente disponía de dos o tres horas para largarme.

Mí mujer estaba dando clase en el Instituto Francés, en Marqués de la Ensenada. A un cuarto de hora de mí domicilio. Tendría que recogerla con lo puesto. Saqué mi pasaporte, recogí el dinero que había en casa y me senté, cada vez más nervioso, a esperar la llamada de Lalo.

Pocos minutos después sonó el teléfono. Con voz relajada, me indicaba en clave que en televisión todo estaba en “calma” y que “había tropas vigilando el edificio”. O sea que lo habían ocupado. Era lógico, aquella emisora estaba a dos pasos de los acuartelamientos de Campamento.

Bajé a la calle apresuradamente y cogí un taxi. En el breve trayecto le pregunté con fingida indiferencia al taxista si había notado algo anormal en Madrid, ya que suelen trabajar con al radio encendida. No lo había oído, pero su instinto profesional le indicaba, según me dijo, que  en cuanto me dejase en mí destino, iba a ir a encerrar, “porque había demasiadas sirenas por la calle, y no tenía ganas de líos”.

Al llegar al Instituto Francés, la secretaria de la puerta me indicó que mi mujer estaba en clase, y que debía esperar a que terminase para verla. Le pregunté el número de aula y, en un descuido me colé en los pasillos. Camino del aula me crucé con el director del centro que, extrañado por mi presencia, me preguntó qué hacía allí. Le expliqué que era una urgencia y que tenía que hablar inmediatamente con mi mujer.

Y en aquel momento, aquel respetable caballero se sintió revestido de la autoridad suficiente como para indicarme la puerta con un gesto entre displicente e imperioso. Era exactamente lo que me hacía falta, cuando mi nerviosismo aumentaba por momentos.

Simplemente lo agarré con fuerza de las solapas, lo empujé contra la pared y con la suficiente energía le convencí para que me acompañase a buscar a mi mujer.

Una vez que abrió la puerta, me acerqué a ella y con dos frases le expliqué lo que sucedía, me olvidé de aquel patético personaje, que supongo que horas después habrá comprendido lo poco cortés de mí comportamiento.

Mí mujer trató de calmarme mientras me convencía de volver a casa y pensar de nuevo en la actitud a adoptar. Cuando llegamos, puse la radio y ya todas la estaciones emitían música en bucle.

No sé como, mi mujer me convenció de no partir. Estábamos aislados. Ni por asomo se me ocurrió llamar a las redacciones para las que trabajaba, ya que mí teléfono estaba en manos de gente poco recomendable que solía entretenerse amenazándome de muerte a menudo, como a otro compañeros de redacción, desde una actuación de Interviú en el País Vasco.

Bueno, en vista de las circunstancias, decidí esperar aunque muy inquieto porque era consciente de que en mí barrio, Malasaña, todo el mundo sabía cual era mí trabajo y entre los vecinos más o menos próximos, se encontraba la sede de Fuerza Nueva.

El recuerdo de los reportajes en directo desde Chile, los primeros días del Golpe de Pinochet, transmitidos por la radio en Francia, más el relato de amigos chilenos, me hacían temer un posible desborde de elementos de extrema derecha. No se pueden describir fácilmente las emociones de aquellos momento iniciales.

Hoy en día todo esto me parece un poco pueril, y exageradamente teatral; pero lo que no he olvidado nunca es la intensa sensación de peligro que experimentamos durante aquellas horas.

Pasaba el tiempo y aparentemente no sucedía nada, al menos en el entorno cercano. Hacia las once, decidí llamar a Pepe Cavero que dirigía una agencia de noticias no lejos de mí casa, en Arapiles. Me pareció que estaban muy relajados, y eso nos tranquilizó un poco dentro de la incertidumbre. Al fin y al cabo ellos debían estar al tanto de los últimos acontecimientos. Necesitábamos estar con alguien amigo, y nos invitó a ir hasta allí.

Cuando salimos a la calle tuve un denso y confuso sentimiento. Por un lado todo parecía en calma, ya que no había un alma, salvo esporádicos coches de extremistas con banderas, que pasaban veloces por las calzadas vacías. Pero era esa ausencia de gente lo que nos deprimía. Nadie salió a la calle ese día a defender la democracia. Si albergábamos algunas dudas acerca del nivel de espíritu democrático de la gente, esa noche se disiparon definitivamente.

Caminamos despacio y tratando de aparentar naturalidad hasta llegar a la agencia. En la planta baja del edificio, un bar permanecía abierto. Más tarde mis amigos me aclararon que pertenecía a un ex-paracaidista legionario, de Fuerza Nueva, que estuvo toda la noche subiéndonos copas. El negocio es el negocio, oyes…

Allí pasamos la velada y allí escuchamos al rey dar su explicación y acabar, de momento, con la principal inquietud de un posible estallido de violencia si una autoridad suficiente no se hacía con el control, en un país que llevaba mas de ocho horas sin gobierno.

Por la mañana presenciamos aliviados los movimientos de los ocupantes del Congreso y su rendición.

Luego vino la calma y la espera del llamado Juicio de Campamento, al que Julián Lago, mí director en la revista “Tiempo”, me había pedido asistir como dibujante, ya que no permitían fotógrafos en su interior. Pero, en ese ínterim, cambiamos de redactor–jefe en “El Periódico de Madrid” y el enviado a cubrir el juicio, para todo el Grupo Zeta era precisamente el recién designado, Pablo Sebastián.

No le conocía personalmente; pero el día en que íbamos a empezar y me presenté, se dirigió a mí en un tono desairado ante la ausencia de una corbata debajo el cuello de mi camisa; al parecer ese era su estilo. Pero resultaba que no era el mío. De modo que me negué a acompañarlo. Era uno de los escasos privilegios de los que gozábamos los pintamonas de la prensa por no figurar nunca en plantilla.

Así es que así me perdí el asistir a aquel juicio histórico, en silla de ring.

No obstante, en la redacción, Ricardo Cid, Julián Lago, Pilar Cernuda, Nativel Preciado y otros redactores seguíamos y comentábamos la incidencias a medida que ellos las iban trayendo.

Poco a poco yo iba haciendo, como todos, mí propia tesis de lo ocurrido, tratando de juntar las pieza que iban saliendo en la prensa y otras que no se publicaban.

Y fue así como le gané una comida a Pilar Cernuda, que nunca me comí por cierto, cuando le aposté que el Comandante Cortina, a pesar de las aplastantes pruebas que le acusaban como parte importante en la organización del complot, saldría absuelto. Y no era porque yo tuviera dotes de adivinación ni poseyera una bola de cristal. Era mucho más sencillo. Cortina era la pieza clave de mí tesis.

(continuará)


1 comentario:

  1. ¡Muy interesante! Hiciste bien en ponerte nervioso, en esas situaciones normalmente hay dos tipos de reacción, quitarse de enmedio rápidamente o quedarse a ver qué pasa. Los que tienen la primera se salvan, los segundos se la juegan y en esos juegos salvajes en que unos matan y otros mueren es mejor no jugar. En Madrid en julio de 1936 había vacaciones. Algunos se quitaron de enmedio y se salvaron. Otros se quedaron, como Maeztu, y acabaron asesinaditos. Y lo de Chile había sido impresionante con aviones y todo... Curioso lo de Sebastián y la corbata, espero la continuación con la impaciencia habitual.

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