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martes, 10 de diciembre de 2013

Ni terrorista, ni santo.


            Ya suenan los clarines fúnebres. Ya los cortejos necrófagos se alinean en la comitiva. Ya comienza la ceremonia caníbal del reparto de despojos. Ya los próceres de la revancha y el odio se revisten de la camisa aún tibia del héroe de la reconciliación y la moderación. Pronto no nos quedará nada de Mandela, a los que únicamente (nada menos) vimos en él al hombre que mejor puede simbolizar la esperanza del siglo XXI. Un siglo en el que la razón debería, por fin, prevalecer sobre las decrépitas y emponzoñadas emociones que siguen estimulando a los intolerantes.

Esta nota necrológica apresurada me surgió de forma espontánea ante la plañidera catarata de declaraciones oportunistas y miserables que, no por previsible es menos indignante, la muerte del líder negro ha producido.

Hay de todo en esta orgía retórica. Desde los que no dejan de señalar el pasado terrorista del protagonista, tratando de ser originales ante la desmesura de ciertas hipérboles ditirámbicas, hasta los que olvidan ese pasado; porque lo ignoran o porque estropea la imagen de santo laico con la que las se complacen en describirlo. 

Lo que no abunda es un análisis equilibrado de la figura de alguien, que si bien adoptó a lo largo de su vida muchos de los paradigmas reivindicativos más significativos del siglo XX, lucha contra el racismo; exaltación de las minorías étnicas; militancia marxista; nacionalismo negro frente al supremacismo blanco; lucha armada, etc, etc; adoptó en el momento preciso una posición totalmente inédita en nuestra época. La de la reconciliación.

Y no la adoptó por razones místicas. Lo hizo por razones políticas.

Pero esas razones tienen no solo la virtud política necesaria para resolver un problema político concreto, el del Apartheid; además, son una demostración empírica de la esencia de toda política verdaderamente legítima, que es su naturaleza moral.

Con un régimen abominable ante sí, y media vida pasada en prisión, noventa y nueve de cada cien actores políticos se sentirían sobradamente justificados para llevar a cabo la revancha canónica de la lucha de clases o la de una guerra aniquiladora de liberación nacional.

Y ahí precisamente es donde reside la originalidad de la actitud de Mandela. Una revancha, no solo desencadena un conflicto de duración y resultados inciertos, como la experiencia nos demuestra, sino que además es injusta.

Y lo es, porque sus razones, a la postre, se revelan simétricas de las de los adversarios. Y porque las verdaderas causas en origen del conflicto son menospreciadas o ignoradas, al no tener ningún programa adecuado a su resolución. El relato de una revancha se consume en su ejecución. Los vengadores no tienen nada previsto para el día después.

Mandela tuvo mucho tiempo, durante su cautiverio, para reflexionar sobre esas causas, mientras contemplaba desolado el fracaso históricos de todos los movimientos en los que se había inspirado, o que él mismo había estimulado.

La diversidad de factores que concurren en cualquier conflicto socio-político, constituyen un problema al que los aprendices de tiranos, que encabezan los movimientos reivindicativos al uso, no pueden prestar atención; porque su propósito pasa por ofrecer soluciones radicales y fáciles de asimilar por una masa desinformada de seguidores.

La complejidad objetiva de la realidad es el obstáculo infranqueable de la revolución.

Pero cuando un político auténtico se enfrenta a esa complejidad, tiene que arriesgarse a la incomprensión que su propuesta va a generar entre sus partidarios, al tratar de aglutinar en torno a ella a todas las partes afectadas por el conflicto. Única forma, no solo legítima sino también eficaz, de romper el fatal círculo vicioso que engendra la violencia.

¿Podríamos imaginar a personajes como Arafat, o cualquiera de los líderes de la llamada Primavera Árabe, por no hablar de los narco-guerrilleros de Colombia, o las bandas yijadistas, adoptando posiciones similares?

Y, sin embargo esos siniestros personajes gravitan desde hace décadas en torno al núcleo de los principales conflictos que el mundo padece. Y, por si esto fuera poco, la mundialización les ha proporcionado nuevos medios de propaganda y difusión, además de neutralizar las soluciones que pasaban, hasta hace poco, por su aislamiento.

Por eso la figura de Mandela, más allá del triunfo concreto que supuso la resolución del problema de su país, representa un nuevo paradigma, una nueva esperanza, para el actual mundo globalizado.

Un mundo en el que aún perduran conflictos enquistados en más de cincuenta años de enfrentamientos, a los que esa dramática duración retro-alimenta cada día con falsas excusas para su perpetuación, y que, el tiempo histórico vertiginoso que vivimos, hace que sus raíces se hundan en la ya remota prehistoria de hace solo medio siglo.

En ese subcontinente austral, que es la República Sudafricana, tan lejana y tan próxima como el resto del planeta, se ha llevado a cabo de forma inesperada un experimento absolutamente innovador, que ojalá empiece ha ser analizado con un poco más de ambición histórica de la que los delirios caníbales del entierro de Nelson Mandela están manifestando.

Al menos ese es el deseo del negro más blanco del Hemisferio Occidental.

Que soy yo.

1 comentario:

  1. Te encantarán las memorias de Mandela. No sé si son ficticias o responsden a la realidad pero hay frases memorables. Me las compré el otro día y estoy gozando mucho.

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