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viernes, 17 de mayo de 2013

The living dead run again.

Ignoro si a alguno de vosotros, mis pacientes amigos, os sucede algo que estoy experimentando desde hace algún tiempo. Se trata de una sutil pero obstinada sensación de desasosiego, a la que mí supuesto optimismo consustancial es incapaz de neutralizar.

El último dato inquietante que ha venido a añadirse a esa vaga zozobra ha venido de la mano de una anécdota que, si bien en sí misma parecería banal, en el mencionado contexto cobra un valor significativo.

El hecho es que, a pesar del concepto bastante lamentable que me merecen a las llamadas redes sociales, mí incorregible tendencia al narcisismo me ha hecho participar en una de ellas, Facebook.

En ella experimento el malvado placer  de repartir abundante estopa irónica en las cada vez más numerosas manifestaciones de progresía, con las que algunos de mis antiguos amigos liberan los efectos de su hemiplejia política.

Hace pocos días, uno de ellos colgó un pasquín de una de esas asociaciones que surgen diariamente encabezando las más variadas reivindicaciones. Es este caso, se trataba de un deleznable cartel en el que se relacionaba, en una increíble pirueta retórica, el asunto del aborto con el de los despidos, supuestos o reales, a causa de los embarazos.


No se trataba de entrar en un debate provocado por la chocante contradicción que supone el amparo simultaneo del embarazo y el aborto. Me quedé simplemente en la impúdica falacia contenida en su título.

Este rezaba: “En España no se puede abortar pero se despide a la mujeres embarazadas”.


Pues bien, se me ocurrió rogar amablemente a sus autores que no me tomasen por estúpido, tratando de hacerme asumir aquella falsedad elemental: “En España no se puede abortar”.


Lo hice relacionándola con el sinfín de otras semejantes, con las que estos aprendices de manipuladores tratan de verificar el apotegma del Dr. Goebbels, relativo a convertir en verdad una mentira, por el sencillo mecanismo de repetirla miles de veces. 


Y en ese punto es donde apareció el motivo de mí inquietud. El amigo que había tomado la iniciativa de traer al muro el dichoso pasquín, persona con la que me he relacionado a lo largo de muchos años y de talante habitualmente moderado, reaccionó, ante mí asombro, con un irritación totalmente desproporcionada, asumiendo como algo propio, al parecer, el mensaje que había colgado.


Pero no acabó ahí la cosa. Un poco más abajo, otro hallazgo de mí amigo correspondía a un dibujo supuestamente humorístico, en el que se representaba a un gallo y una gallina sentados a una mesa, en la que en sus respectivos platos aparecían un par de huevos fritos que se disponían a comer. El texto correspondía a la declaración de la gallina, en la que afirmaba que lo que iban a hacer era muy lamentable como solución, pero que en los tiempos que corren es imposible criar a cuatro hijos.


Se me ocurrió resumir mi impresión ante la viñeta con la expresión : “¡Que horror!” y obtuve una respuesta, por parte de una señora a la que no conozco de nada y que debe ser alguien próximo mi amigo, que me dejó noqueado: “El horror es tu forma de pensar” 



Que ante una manifestación de sadismo antropófago y de falta de respeto hacia quien puede estar pasando un momento económico angustioso, cualquier crítica pueda ser interpretada como la manifestación de una ideología aborrecible, ya sería suficientemente expresivo en mi opinión, pero, no contento con esto, acto seguido mí amigo me ha borrado de la lista de sus contactos, supongo que para evitar cualquier réplica por mi parte.


Más allá de la pura anécdota, la deriva radical experimentada por mi amigo, a sus sesenta años, llegando el extremo de romper una amistad de más de treinta, y el nivel de agresividad exhibido, me produce una gran inquietud, respecto del rumbo que estoy empezando a observar en mi entorno.


Y es así, porque ello representa, en mí opinión, un paso cualitativo muy alarmante. La actual elevación de las apuestas por parte de quienes se dedican a movilizar segmentos de la sociedad que hasta ahora se mantenían en una actitud más o menos pasiva, explotando las actuales circunstancias económicas, no pasaba de ser algo llamativo aunque previsible hasta cierto punto.



Sin embargo, la  irrupción de este grado de exasperación en el ámbito de las relaciones personales, representa exceder los límites razonables del debate, para entrar en el terreno irracional. En el ámbito de la exclusión y la condena de la persona.   


Las expresiones que estoy escuchando o leyendo, día a día, contienen una carga de violencia que no había detectado hasta ahora. Pero lo más llamativo e inquietante para mi gusto, es su desnudez. La falta absoluta de matiz y de pudor.


Es una violencia primitiva, en la que el objeto de la misma es genérico e indiscriminado, y cuya obscena exhibición forma parte de una ciega y suicida estrategia de la tensión.


Por otra parte, las expresiones no son nuevas. Tienen más de setenta años. Y cuando uno reflexiona sobre aquellos añejos acontecimientos, uno los observa con la perspectiva que da la historia. Pero, cuando a uno se le eriza el vello es cuando determinadas actitudes actuales reproducen rigurosamente aquellos estados de ánimo, que marcaron un funesto día nuestro pasado.



Me gustaría equivocarme, pero creo que actualmente se está instalando una corriente de resentimiento que recorre una franja amplia de la población, cuyas manifestaciones revelan algo muy próximo al odio.


El maniqueísmo predicado por aquellos para quienes el mundo se divide entre “opresores y oprimidos”, o “vencedores y vencidos”, o “republicanos y fachas”, provoca habitualmente, y de forma espontánea, la antropofagia social entre la masa.


En la película de George A. Romero, “La noche de los muertos vivientes”, el experimento de un satélite enviado a Venus, habría provocado la resurrección de los habitantes de un antiguo cementerio, que se incorporan buscando desesperadamente carne humana con la que poder revivir.


El experimento llevado a cabo por Zapatero, al descorrer la losa de la tumba de la guerra civil, liberó los cadáveres de unos seres que, reencarnados en los indignados de variado pelaje actuales, empiezan hoy a mostrar abiertamente sus antiguos odios y sus rencores de siempre.


Pero estos cadáveres no son inocentes, como los de la película, y no provocan la compasión por su tormento que el director americano conseguía inspirar a los espectadores de su obra maestra.


Ojalá me equivoque, pero me temo que está llegando la hora de los zombis. Y con esa llegada pueden lograr, en lo que mí respecta, lo que no consiguieron en su día los muertos a los que están reviviendo.



Que valore bajo un nuevo y lamentable prisma, el del exilio, lo que no era, hasta el momento, más que un simple proyecto vital fruto de las circunstancias personales.

Irme a vivir fuera de España.

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