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jueves, 9 de mayo de 2013

El relativismo fanático

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El horror sonámbulo a lo particular, que sufre el pensamiento único en su obsesión por lo  general, posee, en su versión más banal que es el pensamiento de izquierdas, una irrefrenable tendencia a la auto-amnistía.


Olivier Ypsilantis, en su magnifico blog Zakhor Online, cita al filósofo alemán Peter Sloterdijk: “La izquierda contemporánea  es la parte de la sociedad que ha adquirido el privilegio de perdonarse sus propios errores”.

En opinión de Ypsilantis, la izquierda ha sustraído a los curas sus poderes de redención, con la diferencia esencial de que si bien estos, al menos, tienen que rendir cuentas a Dios, los profetas de la izquierda no las rinden más que a sí mismos.

La obscena simplicidad de ese pensamiento, que resume la realidad del hombre en una sencilla oposición entre opresores y oprimidos, pasa arrogantemente sobre la gran complejidad que representa cada individuo; cada caso particular.

Nada más sencillo que atribuirse el papel de abogado de la especie humana para convertirse en referencia moral superior y única. La igualdad, como dogma que anula cualquier otra categoría, se traduce a la práctica con la supresión de la singularidad individual, mediante la abolición de cualquier diferencia cualitativa entre los sujetos.

El fanatismo relativista es un oxímoron casi perfecto. Una  especie de contradicción armónica.

“Toda opinión vale exactamente lo mismo que cualquier otra”. La radicalidad de esta afirmación entra en colisión frontal con su propio contenido ya que, siguiendo su doctrina al pié de la letra, la afirmación contraria gozaría exactamente de la misma jerarquía, en cuanto a veracidad.

El relativismo moral se basa, en definitiva, en la simple abolición del mal como categoría.

No era preciso que el último papa Benedicto pusiese este tema prioritariamente sobre la mesa de los creyentes. Una simple reflexión sobre la catástrofe moral que supuso la Shoah, en cuanto a la superación de cualquier límite aceptado hasta entonces para el concepto del mal, sería suficiente para denunciar la falacia.

Además, la realidad es lo suficientemente compleja como para no hacernos demasiadas ilusiones. Por un lado, si tratásemos de encerrarnos únicamente en nosotros mismos, obviando nuestra conciencia histórica, nuestro compromiso con el presente y el futuro, lo que podríamos denominar nuestra historicidad, pronto descubriríamos que somos incapaces de desolidarizarnos, realmente, del porvenir colectivo.

Carecemos de la posibilidad de crear un ideal arbitrario extraído únicamente de nuestra individualidad, perfecto y terminado, y de rehusar en su nombre toda relación con la actividad histórica presente.

Sin embrago, la mencionada complejidad reside precisamente en el compromiso ineludible existente entre nuestra conciencia de individuos y nuestra responsabilidad histórica; referidos ambos a la realidad más inmediata, y lejos de cualquier ensoñación utópica.

Lo que hace de nuestra civilización un concepto que supera al de la simple cultura es precisamente la capacidad del individuo de relacionarse íntimamente consigo mismo, y de construir de esta forma su relato de la realidad. Relato sin el cual toda pretensión de entrar en contacto real con la historia sería inútil.

La izquierda se aleja de lo particular, montada en el caballo del masoquismo culpabilizador de un supuesto egoísmo individualista, para refugiarse en el delirio de una generosidad abstracta de carácter universal, tras la cual suele acechar el fantasma del totalitarismo.

Las pretensiones redentoras de la izquierda ofrecen, como final de su heroico itinerario, la utopía de una sociedad justa y sin clases. Esa utopía tiene la virtud de no desaparecer más que en el improbable caso de su materialización; esto es, en el momento en el que entra en escena ese totalitarismo.

Por eso la utopía, como todas las construcciones abstractas tras las que la izquierda camufla su incapacidad de relacionarse con la realidad, se ha convertido en la bandera de toda la masa de socio-masoquistas vociferantes que disuelven sus frustraciones personales en ese magma colectivo como terapia salvadora.

Hoy nos hallamos hostigados de nuevo por ese comunitarismo que utiliza como combustible las dificultades materiales provocadas por la crisis actual, y que continúa proponiendo sus sempiternas soluciones abstractas a nuestros problemas concretos.

Ante este renovado intento de usurpación de la realidad, tal vez cabría responder como lo hizo Hannah Arendt al definir al pueblo judío, no como un ente abstracto ajeno a la humanidad, sino como una simple parte concreta de la misma, atormentada por la barbarie:

“Yo no amo a ningún pueblo. Solo amo a mis amigos”.  

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