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viernes, 19 de octubre de 2012

Monos aulladores


Todos los que peinamos calva lo hemos presenciado muchas veces en nuestra dilatada vida, pero mi creciente rechazo del roce ciudadano me impide constatar si en rigor esto sigue ocurriendo.

La literatura y un cierto cine costumbrista, el de aquellos años en los que con mucha humildad se hacían en este país cosas la mar de dignas, lo han consignado en los archivos de la cultura popular.

Hablo de esa costumbre mostrenca y hortera, para mi gusto, de interpelar a las mujeres a su paso por las calles y plazas, de este y otros países parecidos, que conocemos genéricamente con el nombre de “el Piropo”.

Al menos yo, no tengo noticias de que se haya jamás escrito un ensayo serio sobre la cuestión, siendo así que sí se ha hecho en torno a infinidad de banalidades de mucho menor interés, en mí humilde opinión.

Desde su fondo antropológico y la multitud de concomitancias de orden socio-cultural que podrían extraerse de un análisis de ese comportamiento, hasta el estudio de factores relacionados con posibles desajustes sicológicos en los sujetos que lo practican, pasando por la valoración ética de las relaciones hombre-mujer en ese contexto, siempre me ha parecido que este tema ha sido menospreciado con mucha ligereza por los especialistas. Y así están las cosas, de momento

Pero mira por donde, también existe una inesperada dimensión política del asunto; que es de lo que quería hablaros hoy.

Viene a cuento, tras haber leído un magnífico artículo de una periodista francesa, Elisabeth Levy, redactora jefe del semanario “Causeur”, con cuyos análisis de la actualidad suelo estar habitualmente de acuerdo.

La periodista plantea el asunto a partir de la aparición de un reportaje filmado, llevado acabo por una joven estudiante belga, con cámara oculta, titulado “Femme de la rue”.

En la filmación, dicha joven estudiante recoge la actitud y el comportamiento de unos hombres de un “barrio popular” de Bruxelas, al paso cerca de ellos de una mujer joven y atractiva. Cuenta la periodista que esa actitud osciló en este caso, entre un intento de ligue de trazo grueso, miradas groseramente concupiscentes, tentativas descaradas de pasar al acto, bromas de gran tonelaje o, directamente, el insulto.

Hasta aquí nada que desafortunadamente no conozcamos. El problema comienza con la acogida que este testimonio ha provocado en aquellos medios políticos en los que se está permanentemente en guardia para emprender una implacable defensa de “victimas-de-cualquier-pelaje”, susceptibles de haber sido agredidas por nuestro abyecto sistema.

Aquellos medios en los que, según el filosofo Alain Finkielkraut, se disputan para sus protegidos el título de “mi desdichado preferido” (chouchous du malheur).

¿Y porqué se ha planteado un problema cuando en esos ámbitos de militancia tienen tan clara la única e inconfundible identidad del sempiterno agresor?

Ah, pues muy sencillo. Porque en este caso el choque de trenes se iba a producir, teóricamente, entre dos de esos colectivos de defensa de víctimas indefensas: el que defiende los derechos y la dignidad de la mujer y el que defiende los derechos y la dignidad de los emigrantes.

Bonito, ¿eh…?

Las aguerridas vestales del ultra-feminismo lo tuvieron claro desde el primer momento: “¡Normal!¡Es el machismo de toda la vida que ataca de nuevo, y cada día más!” Ya. Lo malo es que no se trata, en este caso, del machismo de toda la vida. Al menos, no en los términos que sugiere vuestro enérgico improperio. 

Levy pone sobre la mesa el asunto en toda su crudeza al destacar la novedad que supone el carácter de machismo “de importación” que encierra el caso presente. Lo que unido a que el barrio que se ha calificado púdicamente de “popular” en el documental, es en realidad un barrio con una mayoría muy significativa de personas de origen norteafricano, debería poner en un aprieto a nuestras intrépidas amazonas .

Pero despejar de los lugares comunes habituales ese camino y subrayar las singularidades de este caso particular, supone adentrarse en un peligroso campo minado.

Señalar ese aspecto del asunto podría ser calificado de comentario racista por parte de los de costumbre, del mismo modo que se podría arder el la hoguera de los multiculturalistas, si se le ocurriera a uno dejar constancia de que la condición femenina se encuentra en franco deterioro en barrios como el mencionado, frente a la evidente mejoría de la misma en los de predominancia europea.

La periodista observa en su artículo, así mismo, que el frecuente argumento multiculturalista de que nada tenemos de que sentirnos orgullosos frente a otras realidades culturales, ni lección alguna que darles, pone en una balanza nivelada la realidad de Occidente, en cuanto a la condición de la mujer, y la de lugares como Afganistán o Arabia Saudita.

De igual manera es delirante que sea calificado de racista el deseo de que todas las mujeres emigrantes pudiesen gozar de las mismas ventajas adquiridas por las autóctonas de una civilización que, por cierto, ha sido la que ellos han escogido como destino.

Puestas las cosas así, los gentiles defensores de toda clase de víctimas del averno occidental solo encontraron dos salidas dignas, delante de una contradicción aguda como la planteada en este caso.

Por un lado la más sencilla. Ponerse de perfil y mirar para otro lado. “No es más que una agresión machista más”. Arreglado para las feministas.

Por otro, la sempiterna explicación sociológica. “Si esos seres se comportan de esa manera es simplemente porque son víctimas del racismo y de la exclusión, social y laboral, a las que nuestro malvado sistema les condena sin remisión”. Listo para los antirracistas.

Y, lamentablemente, dejándose deslizar por esas fáciles pendientes, también la pobre joven reportera se rindió, parece ser, ante la mirada inquisitorial de su entrevistador del diario Le Monde :” …uno de mis grandes temores era cómo tratar esta temática sin realizar un  reportaje racista. La actitud de una persona no es representativa de toda la comunidad. No se trata de una cuestión étnica sino de un problema social”.

( ¡Lástima bonita, acabaste perdiendo por KO técnico en el último asalto, un combate que tenías sobradamente ganado !)

Al hilo de esta curiosa historia, se interrogaba Elisabeth Levy sobre si no sería conveniente preguntarse el porqué la integración de los sujetos de la tercera y cuarta generación de emigrados encuentra muchas más dificultades que las que encontraron sus padres o sus abuelos.

La respuesta a esa cuestión tal vez habría que buscarla, en la paradoja que supone el que las generaciones anteriores no tuvieran tantos “protectores” como las actuales, y estuviesen obligados a luchar mucho más duro por un techo y un poco de dignidad, de lo que ahora necesitan sus descendientes para comprarse un par de “Nikes” de última generación.

El porqué el progreso del antisemitismo, esencialmente en el seno de esos colectivos, es hoy menospreciado desde la obtusa cabeza enterrada en la arena de los círculos progres del país, mientras el fantasma de una extrema derecha en  vía de extinción en Francia sigue siendo para ellos, como siempre, el único teórico enemigo de los judíos, también llena de perplejidad a la articulista.

Termina Levy con una conclusión pesimista, al advertirnos que aquellos que califican de “patrioteros” a los que ven esa realidad, están desarrollando un peligroso juego en el que si se considera al que ve lo que pasa como un racista, muchos ciudadanos acabarán concluyendo que, al fin y al cabo, eso de ser racista tampoco es el fin del mundo.

Deberíamos aplicarnos el cuento, ¿no creéis?


PS

Y me pregunto yo, ¿qué suponemos que pasaría si un a gracioso de español que está trabajando en Qatar, pongamos por caso, un día que pilló descuidado al policía religioso y se tomó unos gin-tonics de más, se le ocurriera hacerle un homenaje verbal a una silueta oscura de andares cadenciosos? ¿Incidente diplomático o simple recuperación de un cajón de pino, en vuelo oficial?

miércoles, 10 de octubre de 2012

Vacío (En el desierto de Sonora)


A veces, como hoy, me pregunto por la razón que me empuja a escribir estas líneas de vez en cuando. No encuentro ninguna, más allá de ese impulso narcisista que supongo que todos padecemos de forma más o menos aguda.

Normalmente la cosa se desencadena tras leer alguno de las múltiples fuentes de información que mí curiosidad consigue encontrar o que pasan cerca de mí sin haberlas buscado. Periódicos, radios, revistas, y sobre todo esa fuente aparentemente inagotable que es Google.

También las obras que en cada momento ocupan mi actividad de lector. Y naturalmente la mezcla resultante de todo ello.

Hoy leo y escucho el debate del día provocado por esa nueva pero nada original tabarra nacionalista, con la que un catalán llamado Arturo, que sueña con llegar a ser el rey en un camelo llamado Catalunya, nos ha obsequiado.

Al mismo tiempo, la tesis de un joven y brillante estudiante francés de economía, llamado Benoit Malbranque, desarrollada en un ensayo de título “Le Socialisme de Chemise Brune”, me está perturbando notablemente.

Me perturba como suele perturbar el hallazgo de un discurso bien articulado sobre una intuición que has mantenido encerrada, sin desarrollar, en su cápsula hipotética, y a la que de pronto alguien despliega, llevándola por una senda dialéctica inesperada y deslumbrante.

 Y, claro, resulta que ambas cosas, debate y ensayo,  comparten un espacio político común  en el que se multiplican unas sinapsis cuyas descargas eléctricas sugieren innumerables y variadas rutas de reflexión.

Y como me encuentro justo en el inicio de alguna de esas rutas, resulta que no puedo honestamente extraer todavía ninguna consecuencia que pudiera ofrecer a vuestro interés.

En consecuencia, mi incontenible tendencia a emborronar este papel virtual que tengo delante me impele a colocar algo que supla esa imperdonable deficiencia, y he decidido hacerlo mediante la exposición a vuestro sabio criterio de un relato corto y sin pretensiones, titulado “En el Desierto de Sonora”. Temeridad para la que cuento, una vez más, con vuestra probada benevolencia.

Este cuento lo sometí a la autorizada crítica de mí amigo El Magnolio, que en una de sus inimitables piruetas intelectuales me sintetizó su juicio en una pregunta tan oportuna como pertinente :  “¿Tú leíste la obra de Unamuno titulada Niebla?”

¡Maldita sea! ¡Claro que la leí! Tendría yo unos diecisiete años, allá por el año 1959, cuando mi tutor intelectual, el inolvidable Paco Canaval, me la puso en las manos.

¿Misterios de la memoria inconsciente? No lo sé. Lo que es cierto es que al escribir esta historia, la “Nivola” de D. Miguel estaba a cien mil años luz de distancia, en el fondo profundo de mi memoria. Pero eso sí, allí estaba.

En fin juzgad por vosotros mismos.


En el desierto de Sonora. 

¡No veo..! El sudor empaña mis ojos y con las manos sujetas a la espalda no puedo secarme… y sin embargo no tropiezo. ¡maldita sea…!¡pero tengo que tropezar!¡…tengo que romper de alguna manera este maldito ritmo de mis pasos…!

¡No puede uno encaminarse hacia su muerte con un paso regular! Es una incongruencia. Tengo la sensación de que estos pasos acompasados son una especie de prueba de lo inevitable de mí destino. Algo así como la marcha fúnebre de mí entierro.

El “Tuerto” y el otro sicario caminan a mí lado dejando que sus brazos se balanceen a sus costados como en una danza grotesca y relajada. Aquellas rocas hacia las que sin duda nos dirigimos están aún lejos. Y, si este desierto está lleno de piedras ¿cómo es que no tropezamos con ninguna?

¡No quiero morir! No siento miedo. No siento nada… pero ¡no quiero morir! Se lo dije al Comandante…

         –¿Porqué tengo que morir? Me he pasado la vida huyendo. No tengo nada. Me lo habeis arrebatado todo. Tú, Comandante, no deberías matarme. En realidad…¿qué tienes contra mí? es como si yo no existiese para ti. ¿porqué tengo que morir? No me mates… el Señor te lo recompensará…

         –¡Me estás jodiendo blanquito! No me tienes respeto…tú tienes que morir ¡pues!. ¿por qué mierda tantas preguntas? tienes que morir… es así y así será, ¡carajo! ¡a ver! Montejo…y usted señor “Tuerto” ¡Muévanse! ¡Saquen esta boñiga de aquí, y ya me lo están dejando bien tiesecito del lado del Barranco Seco! ¡no se me demoren…! 

¿Y si lo intentase con estos dos…? Ellos no deberían tener ganas de matarme. No tienen ningún motivo. De hecho acabo de conocerlos...¿No será una molestia, un fastidio, tener que matar a alguien que no conoces? Yo no he matado nunca a nadie…Si me viese obligado, seguramente tendría miedo…no sé… a las consecuencias. A algún castigo divino…no sé…

 El “Tuerto” se ha parado. Ha dejado el fusil en el suelo y se ha quitado una de sus alpargatas. Se está sacando una piedra. Le voy a decir algo…

        – Oye compadre ¿tu has matado ya a mucha gente? No debe ser nada fácil matar a alguien eh? ¿Sabes qué? Si yo tuviera un arma no sería capaz de matarte. ¡Seguro…! No te conozco…¿Porqué iba yo a matarte si no te conozco, eh?

         – ¡Échese p’alante, y no nos jodas más! ¿no oíste al Comandante? Tu tienes que morir y no hay más nada.  ¡carajo!

Es una acémila. ¡No hay nada que hacer! Y este paso…¡Mierda! estoy empezando a ponerme muy nervioso! Pero es que morir así…me cuesta mucho imaginarlo. Haber hecho un camino tan largo… la mayor parte huyendo de situaciones como esta. Después de todo aquello, siempre pensé que tendría derecho a un poco de tranquilidad…

            –¿Qué les costaría soltarme, eh muchachos? Déjenme ir. Les juro que nadie va a enterarse. Me iré tan lejos…

            – ¡Lejos, dice! ¿Oíste eso, Luciano…? ¡ya lo creo que te vas a ir lejos compadre…! ¡al puro infierno…! ja, ja, ja,… no te preocupes hermano, yo te jalaré un poquito pa que llegues luego…ja,ja,ja…

Estoy temblando. Ahora sí; ahora tengo miedo… de verdad;… mucho miedo.

            – ¡Eh tú! El que está escribiendo esto. ¿te costaría mucho hacer que no me maten estos salvajes? ¿no es lo mismo para ti que yo esté vivo o muerto?... Pues escucha esto: para mí ¡no es lo mismo! así que.. ¿qué pasa?... ¿no me oyes, o te estás haciendo el sueco?

Levantó la vista de la pantalla del ordenador y tras quitarse las gafas se frotó un momento los ojos. Hacia una buena tarde. El sol del crepúsculo entraba por la ventana que tenía enfrente iluminándole el rostro.

Aquel principio de relato estaba recorriendo un camino imprevisto, como, por otra parte, sucedía a menudo.

Miró de nuevo a la pantalla y su rostro iluminado ahora por el sol se reflejaba en ella. El blanco rectángulo lleno de letras de su texto se mezclaba extrañamente con el refelejo de su rostro. Entraba totalmente en el contorno de la cabeza reflejada. Torció la cabeza poniéndose de medio perfil y observando aquel nuevo reflejo de reojo.

Se detuvo un instante antes de retomar la narración…

             – Lo siento, no puedo hacer nada por ti amigo. Tú eres el protagonista de esta historia y yo no soy nada en ella. Bueno… tal vez podríamos decir que, en el caso de que yo fuese algo, sería el propio relato. Eso es. El relato soy yo. Tu tienes tus oportunidades en esa historia y decides que haces con ellas…

             – ¡Na, na na…! Tú eres dios. Me has creado a mí y has creado este peligroso mundo lleno de malvados en el que, aún no sé porqué, me has introducido. ¿Qué pasa, no te caigo bien? ¿ahora vas a hacer que me maten estos facinerosos? ¿te lo pasas muy bien haciéndolo? Y, si es así, si te gusta tanto ¿no crees que deberías pedir ayuda a algún doctor?

             –¿Y qué quieres que haga, que me ponga en tu lugar?
    
             – Pues mira… es una idea. A lo mejor deberías haber empezado por ahí. Al fin y al cabo yo también soy tú, ya que formo parte de una obra que según tú es tú mismo. Sería como mirarte en el espejo y hacer aquello que creas que te favorece más …¿No te parece?¿Eh?
   
             –¿Reflejarme...?¡Humm!...¡Vale! Me has convencido… si te pones así haré lo que más me conviene…

             – ¡No, no, no! ¡quieto ahí “Tuerto”! ¡quieto! ¡baja ese fusil! acabo de hablar don Dios y me ha prometido que esto acabaría bien.

             –¡Pos claro que acabará bien, güey! ¡acabará como tiene que acabar! je, je, je... ¡y pos sí, con la pelona llevándote al infierno! ¡carajo!

             ¡BANG!

martes, 2 de octubre de 2012

Ha muerto un hombre.

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Ese guapo muchacho de la foto, de mirada brillante cargada de inteligencia y decisión es, o mejor dicho era hasta el día 1 de Octubre de 2012, Shlomo Venezia.

Shlomo era griego. De Salónica. Judío descendiente de aquellos compatriotas a los que el odio, la intolerancia y sobre todo la ignorancia que anida siempre entre nosotros, expulsaron un mal día de su país, que era España.

Era tanto su país que no dejaron de hablar su idioma, el español, a lo largo de todas las generaciones sucesivas. Tal vez porque la melancolía, o esa vaga esperanza que esconde siempre el corazón en los verdaderos exilados, se hacía más llevadera charlando en esa lengua exclusiva, íntima, en un país extraño. Una lengua que más tarde nosotros denominaríamos “ladino”.

Ladino es una lengua; pero yo he creído durante años que era un adjetivo. Un adjetivo desdeñoso; despreciativo; preventivo ante una velada amenaza aviesa y perversa. Algo propio de judíos. ¡Pobre de mí!

Cuando la barbarie vino a buscar a Shlomo y a su familia para proporcionarles un dantesco destino que ellos no habían escogido, aquel joven tenía más o menos el aspecto de la foto.

Todas las esperanzas y proyectos que se adivinan en sus ojos, quedaron en un primer momento en suspenso; porque, aunque probablemente se sospechaba, o alguien dijo, o el ladrido del SS sugería que nada bueno les esperaba al final de un viaje cuyo destino no figuraba en el billete, a la edad que tenía Shlomo uno se cree siempre capaz de encontrar la salida de cualquier laberinto.

Pero nadie; probablemente ni siquiera un loco en sus peores delirios, hubiera sido capaz de imaginar lo que les esperaba a aquellas personas, que vivían una apacible y tal vez aburrida vida en aquella ciudad provinciana, portuaria y fronteriza.

Conocí personalmente a Shlomo, y eso es algo que no se olvida. No fue el único testigo de la pesadilla genocida desencadenada por los nazis que he conocido. Y todas ellas vaciaron mi vocabulario. Pero Shlomo fue especial. Shlomo representaba, por encima de todo, la opción más noble de la vida.

El efecto inmediato que me produce rozar la ropa de alguien que estuvo en Auschwitz, o el percibir como respira una vida, que se nota que desde entonces le cuesta trabajo creer que la está  viviendo realmente, me deja sin palabras.

Porque todos sabemos que de la muerte no se regresa y, sin embargo, ellos caminaron por el valle de las sombras arrastrando aquellas postreras migajas de dignidad que les permitieron seguir siendo humanos, y tardaron años en atreverse a pensarlo, porque tal vez seguían temiendo que el sortilegio que les devolvió a la vida contra todo pronóstico, podría desvanecerse y…

Shlomo vivió un infierno especial en medio del infierno común al que fueron a parar millones de hermanos suyos. Y míos. Fué destinado a formar parte de los grupos de deportados que se ocupaban de procesar los cadáveres, a la salida de las cámaras de la muerte.

De esta manera, a él lo condenaron a morir, no una vez, sino decenas de miles de veces. Cada vez que los cuerpos de aquellos seres torturados terminaban su calvario, y antes de que ascendiesen al cielo volando entre los millones de partículas de sus semejantes a través de una chimenea, Shlomo debía cortar aquel cabello femenino, luengo, en términos del propio Shlomo, y perecer de nuevo.

Cortar un cabello que habría sido muchas veces, o quién sabe si todavía no, acariciado con amor, arreglado con coquetería, perfumado con intención, movido por la brisa o mojado por la lluvia, pero que ahora acabaría rellenando unos monos con los que los submarinistas o los aviadores se protegerían del frío.

Y tuvo que reconocer a los miembros de su propia familia cuando ya no eran más que unos cuerpos a los que la empresa del apocalipsis iba a dar un tratamiento industrial.

Y, lo que tal vez fuera peor aún; tuvo que sobrevivir. Sabiendo que allí nadie sobrevivía. Eso no debió se nada fácil. Uno de los mayores sufrimientos descritos con mucha frecuencia por los supervivientes es un opresivo sentimiento de culpa provocado por la pregunta fatal de ¿porqué yo sí, y los demás no?

Shlomo era la vida. Una vida que daba con total generosidad a los demás. A los niños, para los que era un héroe de verdad. Porque lo que contaba Shlomo era lo verdaderamente esencial. Él sabía que la única forma de devolver parte del privilegio que disfrutó, y ¡dios sabrá el significado que puede adquirir aquí esa palabra!, la única manera de devolver parte de la vida que una extraña contorsión del destino le proporcionó, era la de divulgar su historia.

Demostrar, mediante la paradoja que suponía estar vivo para poder contar con mayor precisión la muerte, que nada de lo que la mente humana es capaz de imaginar está dentro de lo imposible. Que el concepto de lo imposible fue abolido.

Él lo presenció y me lo contó.