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miércoles, 20 de junio de 2012

De Fassbinder a La Mancha


Jadis, si je me souviens bien, ma vie était un festin où s'ouvraient tous les coeurs, où tous les vins coulaient.  

(En alguna ocasión, si mis recuerdos son ciertos, mí vida era un festín donde todos los corazones se abrían y todo los vinos fluían)     Arthur Rimbaud, Une Saison en Enfer.



Ayer he estado viendo en la cadena ARTE, la parte documental de un ciclo cinematográfico dedicado a Fassbinder.

Con este director me ocurre lo mismo que con esa fotocopia borrosa de él que es Pedro Almodovar. Ambos personajes  me producen una especie de aversión previa –no necesariamente como cineastas, aunque no sé muy bien como se separa una cosa de la otra– que me resulta inevitable, aún reconociendo su carácter arbitrario y por lo tanto dudosamente justo.

Por eso ayer noche me dispuse a someter ese molesto prejuicio a un informe bastante extenso sobre el director, a fin de obtener los datos indispensables para confirmar o modificar mi intuición previa. Una vez más, a pesar de la desconfianza ontológica que profeso hacia cualquier intuición, mi primer juicio se confirmó.

Rainer Werner Fassbinder, al que hay que reconocerle esa fuerte personalidad y determinación que se requieren para conseguir el obsesivo fin de pasar a la historia a toda costa es, por así decirlo, un arquetipo. Tal vez uno de los más terminados que yo he conocido.

Probablemente se deba a la época en la que se produjo. Los años setenta. Los años en los que nos cegaba la intensa luz rasante de un amplio y brillante crepúsculo. El de la extinción definitiva del gran mito agresor de la modernidad, que se había iniciado en el siglo XIX.

Vista desde la perspectiva de hoy, la figura de este “artista” resulta patética hasta el sollozo. Sus desesperados esfuerzos por dar sin descanso una vuelta de rosca más a una supuesta provocación que sólo excitaba a la banda de lameculos que le aplaudían las gracias con babosa reverencia, sugieren más la necesidad de un asilo para niños malqueridos que otra cosa.

En un momento del reportaje, pasaron la filmación de una violenta discusión del artista con su madre. Ojo al detalle de la premeditación de filmarla y de escoger precisamente a “su madre”. En ella ambos debatían sobre un hecho que ocupaba aquellos días la primera de todos los medios alemanes de la época; los sucesivos suicidios en la prisión, de los miembros de la banda de asesinos conocida por la RAF, o banda de Baader.

Resumiré esa interesantísima discusión con una frase del sujeto, cuando su madre reprocha a los terroristas el hecho de ir matando fríamente a los rehenes de un secuestro; “…/…¡no son asesinos! Los asesinos no tienen razones para hacer lo que hacen; “ellos” sí las tienen…”

Debo decir, entre paréntesis, que la personalidad del sicópata Baader y la del director Fassbinder poseen a mi juicio múltiples puntos de coincidencia.

En otro momento del documental, Daniel Cohn Bendit, que interviene como testigo de la época de aquella Alemania, declara que lo que realmente reprochaba Fassbinder a la sociedad de su país era el hecho de haber “desaprovechado” la oportunidad que el final de la guerra le había ofrecido, y el haberse convertido en una sociedad capitalista y mediocre, únicamente interesada en el desarrollo económico.

Naturalmente os habréis dado cuenta de que en esa declaración falta un dato esencial: ¿en qué consistía “la oportunidad perdida”?

No es difícil responder a esa pregunta. Se puede suponer sin temor a error que se trataría de la “posibilidad” de convertirse en una sociedad anti-burguesa. Y, claro, una sociedad anti-burguesa es una sociedad proletaria. Porque, de momento, dos y dos son cuatro mientras no terminen de de-construir a Euclides. Que todo se andará.

Pero lo más interesante de esa declaración es la naturalidad con la que Dany “el rojo” se dirige al espectador; como si el reproche del cineasta que él describe fuera la cosa más evidente del mundo ¡aún hoy en día! Eso sí, sin mencionar lo de la “sociedad proletaria”, para evitar que nos muramos de risa. Decididamente son incorregibles.

De cualquier manera y visto hoy con ironía, la cosa no debería de pasar de ser un siniestro recuerdo de una época muy confusa. Pero es algo más grave a mí entender y por eso me he detenido a reflexionar sobre ello.

A principios de los ochenta, Don, un alemán amigo mío más joven que nuestra generación,  la de Fassbinder, Cohn Bendit y la mía, tuvo la arrogancia juvenil de dedicar, ante mí, exactamente el mismo reproche a aquella España que a la sazón comenzaba la Transición. Lamentaba mí amigo dolorosamente nuestra pérdida de “la oportunidad” proporcionada por la muerte del dictador. Es decir que, diez años después de hacerlo Fassbinder, la siguiente generación no había encontrado nada mejor para meterse en la mollera que aquel discurso surgido de una infancia malherida.

Mi amigo Don murió lamentable y prematuramente, como Fassbinder, de un atracón de sustancias estimulantes.

Y, por si fuera poco, la muy prestigiosa cadena franco-alemana ARTE considera actual el discurso de aquel ser desgraciado –elevado hoy en día al más alto pináculo de los altares de la Religión Progresista–, como elemento de reflexión (o tal vez de reproche) en torno a la actual sociedad alemana.

Fassbinder, a juzgar por los datos biográficos proporcionados por el documental y por los extraídos por mí de Internet, fue un espécimen arquetípico propio de la situación política en la que se encontraba la mitad occidental del mundo, durante la guerra fría. Con el factor añadido de las circunstancias especiales que se daban en la Alemania del momento.

No sólo se trataba de una especie de Rimbaud feo, con su disfraz, más de “caduco” que de “decadente”, su malditismo trasnochado, y su obsesión suicida por “desarreglar” sus sentidos para así convertirse en “un caso”. Además era un niño de la guerra, nacido 23 días después del grandioso Ocaso de los Dioses Rufianes, en el conocido como “Año Cero” de la reciente historia alemana.

Tuvo una niñez triste y difícil. Padres divorciados, cuando tenia seis años. Madre tísica. Educado a saltos entre vecinos, su madre, su nuevo padrastro y, a la muerte de este, su padre natural, médico expulsado de la comunidad sanitaria por alcohólico, o tal vez por abortista.

A los trece años ayuda a ese padre, reconvertido en especulador de la miseria ajena, a reconstruir casas destinadas a ser alquiladas a algunos de los millones de emigrantes que atrae cada día el milagro alemán. Estos hombre solitarios y excluidos empiezan a interesarle desde otro punto de vista al joven Rainer, que se asocia con un amigo homosexual para ligar con ellos en las estaciones de llegada.

Esa condición de homosexual se convertirá, llegada la hora, en una etiqueta “Gay”, complemento indispensable de la panoplia del “transgresor de manual".

Además, según la opinión de algunos de sus más próximos colaboradores, el pollo tenía un carácter odioso. Y además gozaba de un ego que excluía hasta el oxígeno del aire. Y además desarrollaba una arbitrariedad propia de la ruleta rusa. Y además le encantaba exhibir una crueldad sangrante. Y además era egoísta; rácano; paranoico; celoso; alcohólico y cocainómano; colérico; hiperactivo… y así hasta completar el completo cuadro clínico de un maníaco.

En resumen. Una auténtica perla malaya.

Todo eso en un ambiente político en las escuelas y universidades, en las que tenía lugar un legítimo y más que justificado ajuste de cuentas, por parte de unos hijos para tratar de afirmar así su propia inocencia, con unos padres que llevaban veinte años aparentando que todo lo sucedido antes de 1945 no tenía nada que ver con ellos.

En la aparición de toda una generación de imberbes iluminados, entre los que me incluyo, responsables a la larga del desastre cultural y político que hoy nos rodea en la mitad occidental del mundo, tuvo mucho que ver, además de otras múltiples causas, una actitud culpabilizada de los padres. Culpa a la que yo añadiría una culpa aún mayor, en el caso alemán; la de haberse dejado arrebatar el timón de la nave por una panda de traviesos marmitones alucinados. Los marmitones, para los que no lo sabeis, son los pinches de cocina del barco.

Luego vino el inevitable naufragio y sus bandas terroristas.

Confieso que no he visto ni una sola de las películas de este “genio”, las cuales pertenecen además, al parecer, a un género que no aprecio especialmente como es del melodrama.

Pero sí me interesaron, y mucho en algunos casos, las producciones de sus compañeros de generación: los Alexander Kluge, Wim Wenders, Werner Herzog y Volker Schlöndorf . Algunas de cuyas historias, como “El Joven Torless”, dirigida por Schlöndorf  e inspirada en la famosa novela de Robert Musil, o “El Amigo Americano” de Wenders están guardadas entre mis preferencias cinematográficas de siempre.

Pero eso no me parece demasiado relevante. El aspecto que me interesa de mis coetáneos, incluidos aquellos a los que la gente declara artistas y otras monadas, son sus actos y actitudes como personas. El cine es un entretenimiento de feria, como la mujer barbuda. Y yo ya he evolucionado hace muchos años, desde cuando me extasiaba angustiándome ante un galimatías de los maestros japoneses, hasta ahora que procuro simplemente pasar un rato interesado por una buena historia que alguien me cuente –ojalá– a cambio de unos euros.

Una vez conocida esta prenda, a lo mejor y para llevar a cabo un análisis de nuestra propia realidad actual como país, podría ser interesante valorar la relación entre el director alemán y el avatar manchego que le ha surgido aquí, y que no es otro que esa “señora gorda” que cuenta historias de porteras de las que oía en casa a “su madre” (oye, es como una fatalidad, ¿verdad?), que se hace llamar Pedro y al que aprecian mucho en Jolivuz, al parecer.

Aunque yo, la verdad, tengo cosas más interesantes que hacer.


viernes, 15 de junio de 2012

Tres correos

Estos días he recibido tres correos; dos de ellos son movilizadores de la conciencia cívica para cualquier persona decente, sin reclamar explícitamente esa intención; el tercero, por el contrario, consiste precisamente en una demanda de firma al final de una lista, como en los mejores tiempos de los linchamientos de papel de los años ochenta.

Además los dos primeros provienen de dos de vosotros, lo que les confiere un interés y una garantía añadidos.

En el primero de ellos, mí buen amigo Luis me confía su arrebatado malestar frente a la situación general de nuestro país, enfocada en su caso desde el ángulo de la insoportable proporción de responsables políticos a los que se les han destapado sus manejos de corrupción. Apoya su comentario con una lista de 129 nombres y cargos imputados en los tribunales, o depurados de sus respectivos partidos políticos. Luego habría que calcular la proporción de los impunes y sumar.

Dicho así, incluso podría parecer una banalidad. Y lo malo del caso es que efectivamente lo es. La salud moral de una sociedad se mide, entre otras cosas, por el grado de permeabilidad que presenta frente a los abusos del poder. Una sociedad permisiva con esos abusos, denota una grave dolencia que solo se desarrolla en el sentido de su agravamiento, ya que en la complicidad de sus miembros se encuentra su principal factor de impulso.

Cuando una sociedad convive sin mayores sobresaltos con la inmoralidad oficial, esa inmoralidad se transforma en una forma de vivir. O mejor, en “la forma de vivir”. Acordaros de la sociedad europea más civilizada de los años treinta y su acrítica actitud durante doce años frente a la senda emprendida hacia la barbarie.

A veces tengo la desastrosa sensación de que el único reproche que suscita la corrupción entre el personal, es la de la “injusticia” que supone el desigual nivel de oportunidad para ejercerla que ofrece la sociedad.

La misiva de mi amigo parece albergar un poco de esperanza en la llegada del “rescate” por parte de los que un dirigente comunista bautizó como “los hombres de negro”. Estos cocos siempre exhibiendo su legendaria originalidad para con sus ocurrencias pretendidamente ingeniosas.

Efectivamente ese rescate proporciona, para empezar, una evidencia impagable. La evidencia de una sociedad secularmente secuestrada por el poder de los mediocres. Y quien dice el poder dice la corrupción, que como todos sabemos consiste en vender ese poder en pequeñas (o grandes) proporciones a cambio de pasta.

Durante treinta años de profesión he tenido la oportunidad de vivir en primera persona casos inauditos de corrupción llevados a cabo por personajes de primer nivel político, cuyo grado de miseria moral solo era comparable al de su codicia.

Con la ventaja sideral que me proporciona mi actual beatífico estado de jubilado, algún día nos cabrearemos a gusto juntos, cuando os cuente esas historias con nombres y apellidos.

En cualquier caso, la carta de mi amigo Luis sí que indigna. Y no las babas de un viejo chocho en busca de notoriedad.

La segunda misiva también me la remite otro querido amigo de esta tertulia, Eduardo. En ella se incluía un montaje tipo power point, en el que se incluían los datos objetivos de la labor de la iglesia Católica, en términos de asistencia social.

Ni que decir tiene que mis opiniones sobre este y otros asuntos relacionados con esa iglesia, carecen en absoluto de ningún condicionamiento religioso, dada mí condición de agnóstico declarado y consecuente.

Pero agnóstico no quiere decir enemigo de esa religión ni de ninguna otra, siempre que entendamos por religión aquellas convicciones profundas que cada individuo de forma íntima posee, con relación a la existencia y sus posibles explicaciones.

La iglesia Católica es otra cuestión. Es una organización social y pública, cuya trayectoria histórica está llena de claroscuros, desde la perspectiva moral actual, pero que hoy en día no me parece que tenga mucho que reprocharse, si la comparamos con otras instituciones igualmente sociales y públicas. 

Pero hay aspectos de esa iglesia, poco o nada conocidos, que por la magnitud de las cifras que el documento que he recibido expone de forma ordenada y clara, deberían ser difundidos en esa enorme galaxia de comecuras que nos rodea sin compasión.

Las cifras de la labor de asistencia social llevada a cabo por esa institución son demoledoras, tanto en el número de personas asistidas como en su costo. Me he molestado en hacer la suma de ese coste en hospitales, colegios, albergues, centros de reeducación, misiones, cáritas, etc etc, y me salen 276 millones de euros anuales. Pero hay más; la conservación y mantenimiento de la parte del patrimonio artístico que está bajo su responsabilidad le ahorra 36.000 millones anuales de euros al estado…

Sin embargo, el aspecto más notable que presenta todo eso es, en mí opinión,  el carácter benévolo que tienen las innumerables contribuciones de esfuerzo personal, frente a los casos de sobra conocidos de oenegés montadas con el exclusivo propósito de crear puestos de “trabajo” remunerados por el estado, sin que se les conozca actividad alguna.

Lo dicho, una cosa es saber que la iglesia realiza una labor esencial de asistencia, y otra poner las cifras sobre la mesa.

La tercera misiva no se me envió. Se me coló en mi correo sin mí consentimiento, a través de ese prodigio de voyerismo/exhibicionismo que es Facebook.

Se trata de una carta de solicitud de proceso para una persona, con esperanza de cárcel, y con una lista de nombres debajo, en la que se me solicita mi indignada participación en el linchamiento y su correspondiente certificado de autentificación mediante mi firma.

Yo, sinceramente, creía que esas cosas formaban parte de aquella añorada (por algunos) época de los ochenta con su mala leche disfrazada de infantiloide ingenuidad. Pero no. El remitente, Máximo Pradera, es un personaje que desde que tuvo el infortunio de nacer en casa de su padre, no para de buscar con desesperación una oportunidad de acercarse a la “talla intelectual” de aquel.

Pero, a pesar de que los poderosos amigos de su poderoso padre han tratado de ponerle toda clase de andamios para que el chaval consiga una miaja de notoriedad, el joven Max, como le gusta que le llamen, no posee la indudable habilidad para el manejo eficaz de la oportunidad del que gozaba su padre y sus dos abuelos.

Porque en al caso de Máximo Pradera estamos ante uno de esos fenómenos históricos del franquismo, que serviría para describir todo un paradigma del poder y su ejercicio.

Empezando por su bisabuelo Víctor del que se dice,  «El nombre de Víctor Pradera –ha escrito el Jefe del Estado (Franco)–, unido para siempre a nuestra historia, obliga sin distinción a todos los españoles.»

El padre de esta perla, Javier Pradera, incombustible "intelectual" de toda la vida, comprendió muy pronto (no fue el único) que, entre aprovechar la inercia política creada por su abuelo y su padre, dirigentes fascistas rama tradicionalista asesinados por los nacionalistas vascos (lo que le valió al primero la concesión por parte de Franco del condado de Pradera) y ejercer así de huérfano del Régimen o, por el contrario, arrimarse al futuro que representaba en los años cincuenta el Partido Comunista, esta última opción era estéticamente más atractiva, en aquellos años del despertar ideológico de la universidad.

Pero la cabra tira al monte, como se suele decir, y, mira tú por donde, el pollo no encontró en toda la universidad mejor novia con la que casarse que con la hija de Rafael Sánchez Mazas, compañero del alma de José António Primo de Rivera, uno de los fundadores de Falange Española y también uno de los autores de la letra de su himno.

Claro que a Sánchez Mazas, como a multitud de aguerridos fascistas del franquismo, le salieron rana los descendientes, los Sánchez Ferlosio, y todos ellos se adhirieron con entusiasmo al PC burgués de Jorge Semprún. No al proletario de Santiago Carrillo, claro. 

A eso se lo llama asegurarse un futuro.

La verdad es que siempre pensé (en mi entorno era corriente), que la razón inconsciente por la que los hijos de los franquistas notables y poderosos se hacían de izquierdas era muy simple. ¿Quién es realmente poderoso? el que no pierde nunca ¿y cómo se hace para no perder nunca?

Fácil. Apostando a todos los caballos de cada carrera.

Javier Pradera fue algo así como un Günter Grass español. Se paso la vida sacándoles los trapos sucios a todo aquel que podía hacerle sombra. Hasta que se convirtió en el palanganero de Felipe González, mediante al título honorífico de “uno de los tíos más listos de España”, que le otorgó otro falangista hijo de falangistas que se llamaba Juan Luis Cebrían, cuando pasó de director de los informativos de la TV de Franco a director de El País.

Así es que nuestro amigo Máximo Pradera tenía, como todo dios, un bisabuelo paterno y un abuelo materno. Pero en su caso uno era jefe de la Comunión Tradicionalista, y el otro  jefe de la Falange. Y eso hacía que en él se cumpliese de forma natural el famoso Decreto de Unificación en virtud del cual Franco acabó con las ambiciones de ambos grupos y creó la Falange Tradicionalista y de las Jons.

O sea a Máximo (o mínimo) Pradera.


martes, 5 de junio de 2012

Raza de racistas.


Hace tiempo que vengo preguntándome cual podrá ser la salida al presente laberinto de palabras en el que nos adentramos día a día. Casi sin darnos cuenta.

Los significados habituales hasta el presente están siendo abolidos sistemáticamente. Es como si las “nuevas ideas”, por llamarlas así, no encontrasen la manera de formularse más que usurpando términos asociados a otros conceptos, a menudo contradictorios con los recién aparecidos.

Las nuevas ocurrencias, huérfanas de un contenido que haga honor a ese término,  carecen en consecuencia de una palabra que las codifique y se introducen en palabras existentes pegando una patada a la puerta, con técnica típica de los okupas.

De esta forma esa especie de duplicidad de significados consigue dos finalidades paralelas. Una es la contaminación de la comunicación hasta reducirla a una práctica simplemente estéril. Y la otra es la ocupación de un espacio intelectual al cual su vacío argumental no tendría acceso en circunstancias normales.

Francia está viviendo en estos días una polémica en la cual esa densa confusión se pone de manifiesto en cada referencia a la misma, en los medios de comunicación.

Los mimbres del lío proceden de la celebración de un aniversario (ignoro cual) de la abolición de la esclavitud, por una parte, y la actuación estelar de tres mujeres y un hombre, respecto del mismo, por otra.

Una de esas mujeres es la ministra de justicia; otra alguien que se ha autodenominado nada menos que presidenta de los “Indígenas de la República”, la tercera una empresaria. El hombre es un periodista de la televisión que ya ha sido condenado por incitación al odio y a la discriminación racial.

Como no se escapará a vuestra bien demostrada perspicacia, la celebración de un hecho como el de la abolición de la esclavitud es la oportunidad de oro para atizar candela a occidente, sumiéndose de lleno en el masoquismo auto-inculpatorio, que toca en este caso de lleno a uno de los pecados ontológicos del homo occidentalis : el colonialismo.

Nuestra ministra de justicia, Christine Taubira, es el paradigma de la obsesión hollandista por las paridades. Estos socialistas no es que sean de izquierdas; como decía Borges de los peronistas, son incorregibles; y lejos de haber aprendido algo del zapaterismo, insisten aumentando la dosis; este personaje, la ministra, reúne dos condiciones para aspirar a la progresista discriminación positiva : el género y el color. Es mujer y mulata.

Pero su rasgo más destacado al parecer es su empeño por ser más hollandista que el propio Hollande, y se le ha ocurrido dar un cante antirracista que ha dejado perplejos hasta los más oscuros de los negros del hexágono.

Ante la evidencia de la inveterada costumbre histórica de la práctica de la “trata” por parte de los árabes, que aún persiste en algunos lugares del Sudán, ha declarado muy seria que ese aspecto del problema había que “ponerlo de lado”, para no cargar de resquemor y mal rollo a los jóvenes magrebíes de los barrios problemáticos.

¿Cómo se os ha quedado el cuerpo, eh?

Pues, para remachar el clavo, Houira Bouteldja, presidenta de una fantasmagórica asociación denominada “Indigénes de la République”, se ha permitido amenazar en estos términos a todos los franceses que no lo sean de origen árabe o africano: “Incluso aquel que no tenga nada que reprocharse, deberá asumir a pesar de ello, toda su historia desde 1830. Cualquier blanco, el más antirracista de todos los antirracistas, el menos paternalista de los paternalistas, el más simpático de entre los simpáticos, deberá sufrir las consecuencias como los demás. Porque cuando ya no hay política, ya no hay detalles; no hay más que odio. Y, ¿quién pagará por todos? pagará cualquiera, ellos y ellas; cualquiera de vosotros. Por eso esto es grave y peligroso; si queréis salvar el pellejo, el momento es ahora”.

Si cambiásemos cuatro detalles este discurso no se habría atrevido a sostenerlo más que un miembro del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, en sus mejores años. Pero no se contentó con eso la criatura y en la televisión aportó a la lengua de Céline un neologismo: sou-chien. Lo aplicaba a los franceses europeos.

Este término hace referencia aparentemente a los franceses de souche, o sea de pura cepa; pero si ponemos el guión equivaldría a infra-perro, que teniendo en cuenta el valor moral que los árabes atribuyen al fiel amigo del hombre, pues eso.

Aparte de estos dos casos, acabo de oír en la tele a Anne Lauvergeon, fundadora y PDG del conglomerado nuclear francés, y líder mundial, AREVA, declarando que a la hora de contratar “…, para ser claros, a igualdad de méritos, lo siento pero se elegirá antes a la mujer y a cualquier persona distinta del macho blanco.”

Fascinante ella, tan rubia, tan Presidenta Directora General, tan amiga del Turco…

Claro que en el hollandato recién estrenado, quien verdaderamente ha hecho ruido, hasta el extremo de haber sido denunciado y condenado, ha sido el periodista Eric Zemmour. A este profesional se lo ocurrió recordar la constante histórica que constituye la siniestra práctica de la esclavitud, en la que no solo los negros fueron objeto de ella, ni los blancos los únicos que la practicaron, desde la edad de piedra.

Y, no contento con esa hazaña, se le ocurrió que tal vez sería saludable recordar que el hombre blanco occidental, que fue el último en incorporarse a esa modalidad económica, había sido el primero y único que decretó el fin de ese nauseabundo mercado. Todas los demás culturas que ejercieron y ejercen el derecho a la propiedad humana, nunca la abolieron por ley.

Y por si fuera poco, añadió que además de la existencia probada de esclavos blancos en manos de otras “culturas”, y en consecuencia la falsedad del racismo exclusivo de los occidentales, fue precisamente la colonización de los estados esclavistas lo que determinó la desaparición de la “trata” en ellos.

Casi nada. Él sí ha conseguido que los socialistas le hayan hecho despedir de su puesto de trabajo, ¡por racista!

¿Qué significa en efecto la palabra racista? Vaya usted a saber...

Con todo esto lo queda demostrado es que en la supuesta cuna de la democracia europea, la libertad de expresión y la igualdad ante la ley, dos de los principios por los que han muerto tanta gente decente no parecen vivir sus mejores tiempos.

En la Francia de 2012  una mujer árabe puede injuriar y amenazar gravemente a todos los franceses de origen europeo, con el único argumento de ese origen. Y una mujer rubia puede discriminar a los hombres blancos por la sola razón de su sexo y color de la piel.

Pero la justicia a quien discrimina en definitiva es a un hombre ¡por blanco y por bocazas!

Menos mal que soy “prietu y asturianu”, aunque no haya llegado a Francia en patera.