Me han remitido una
conferencia leída por mí amigo el historiador Georges Bensoussan, al que he
mencionado aquí en otras ocasiones, en un acto del CRIF, Consejo Representativo
de las Instituciones Judías de Francia.
En su ponencia, este
historiador hace un repaso de la actitud de una mayoría de la intelectualidad
francesa actual, con respecto al conflicto palestino-israelí, y constata el
conformismo general existente frente a un discurso masificado en materia de
cultura, en el que los sucesivos sectores intelectuales ha ido estableciendo a
lo largo del tiempo ciertas reglas que ya se han convertido en “evidencias”.
En base a ellas se
clasifican los liderazgos y las exclusiones. Es el pensamiento único. Aquel en
el que no se oponen argumentos contra argumentos, sino en el que se invita al
sujeto a explorar “aquello que piensa en nosotros silenciosamente”, según la
fórmula de Michel Foucault. El pensamiento general. La Doxa de los clásicos.
¡Ay de aquél que no se
avenga a ella!
Le remití a mí respetado amigo
Luis E. el texto y me respondió planteando algunas cuestiones al respecto. Con
su permiso le contestó desde aquí a algunas de ellas, porque considero interesante
debatir estas cuestiones más allá del diálogo personal.
¿Qué es “judío”? ¿Una
religión?¿Un pueblo?¿Una raza?(¡Dios no lo quiera!)
Efectivamente la cuestión
del significado del término "judío", ya sea como sustantivo o
adjetivo, suele plantear un problema a muchas personas.
Yo solo puedo hablar por mí
y creo que, si tuviera esa inquietud, le pediría una definición a cualquiera de
aquellos que llevan dos mil años persiguiéndolos. Él debe saberlo… siempre en
la hipótesis, claro está, de que hubiese reflexionado alguna vez sobre las
"razones" de su persecución, cosa que está por demostrar.
No me he preguntado jamás
por la identidad de los judíos porque siempre he desconfiado de todo lo
referente a las identidades, en general. Tal vez el haberme dedicado a
diseñarlas durante años, en su vertiente corporativa, tenga algo que ver en esa
desconfianza.
Mi actual simpatía por los
judíos es relativamente reciente. Procede de los años ochenta, en los que una
mirada atenta sobre un hecho histórico que no había ocupado, hasta aquel
momento, más espacio en mí mente del que cualquier otro, la Shoah, dio lugar a
una especie de revisión inesperada de ciertas categorías morales, cuyos valores
habían permanecido invariables en mí conciencia a lo largo de mí vida.
Ese hecho conmocionó todo el
andamiaje que soportaba hasta entonces esa conciencia. Creo que puedo decir sin
temor a parecer ridículamente transcendente que, con el tiempo y la
profundización en los diversos aspectos comprometidos en ese hecho histórico,
mi ya maltrecho espíritu político, tras la desastrosa experiencia soixanthuitard,
me llevó al replanteamiento radical de mis postulados.
¿Un estado judío?
La aspiración a un estado
propio, la lucha consecuente para lograrlo, y su proclamación final, tienen sus
raíces legítimas implantadas en ese territorio desértico, aparte de las
ancestrales, en pleno período turco y por emigrantes judíos que llegaron
al mismo tiempo que otros emigrantes, procedentes estos de las futuras “arabias,
sirias, irakes, y jordanias”.
Estas eran simples regiones
del Imperio Otomano hasta entonces, y solo llegaron a hacerse realidad como
estados por la voluntad arbitraria de las potencias vencedoras de la Primera
Guerra Mundial.
Que la supuesta legitimidad
de esos estados “creados” sea comparada a la del único estado del mundo que se
constituyó por acuerdo de todos los países reunidos en la ONU, podría
considerarse una simple boutade, sino fuera por el cobarde cinismo que
encierra.
Pero todo ese relato
histórico no tiene demasiado valor argumental para mí. La razón suficiente para
el establecimiento del Estado de Israel es la Shoah.
La culpabilidad moral que
pesa sobre Occidente respecto de esa catástrofe es de una evidencia tal, que
basta con comprobar, como señala Bensoussan, los esfuerzos incesantes
desplegados para encontrar motivos de inculpación de los israelíes en no
importa qué actos condenables, esfuerzos que denotan una especie de conducta
patológica.
Un ejemplo de esa peculiar
forma de sublimación, por transferencia de la propia culpa hacia la víctima, la
hemos padecido y la padecemos aún los españoles desde hace años, en la esquina
oriental del Cantábrico.
De todo el catálogo de
pecados atribuidos históricamente a los judíos, ninguno ha sido considerado más
imperdonable que el de tomar la decisión, tras la catástrofe de la Shoah, de
abandonar definitivamente el rol de víctima que la historia les había otorgado.
Asi mismo resulta insoportable la
presencia permanente de un estado que nos recuerda nuestra responsabilidad, y al que, a pesar de sus repetidos esfuerzos, los amigos musulmanes no han conseguido aun echar al mar.
Claro, el problema que
plantea esa nueva realidad, con el declinar de los eternos recursos acusatorios
de misterio, de conspiración, o de poder mundial, etc, frente a una presencia a
la luz del día avalada por la voluntad, el esfuerzo, la eficacia y la
construcción de una sociedad basada en los principios más elementales de la
civilización, es difícilmente digerible por sectores mayoritarios de la
sociedad occidental, carcomidos por la mencionada culpabilidad histórica
inasumida.
La prueba fehaciente de ello
es la delirante actitud de esos sectores, al poner en platillos morales
simétricos a una teocracia que hace del asesinato de inocentes una de sus
sendas de ascensión al Paraíso, con un estado en el que, por ejemplo, un juez
del Tribunal Supremo, de religión musulmana, metió en la cárcel a un
ex-presidente del Estado Israelí, una vez probada su culpabilidad.
¿Podríamos imaginar a un
juez de confesión judía condenando a la cárcel por corrupción, en Cisjordania,
a la viuda de Arafat, por ejemplo?
Un estado en el que los
ciudadanos disconformes con la acción de su gobierno se manifiestan airadamente
en las calles y en los medios de comunicación, mientras que los cadáveres de
sus homólogos de la franja de Gaza son arrastrados por una motocicleta por las
calles de la ciudad, entre el alborozo de los paseantes, no deja
demasiados argumentos a cualquier persona de buena voluntad.
Lo demás, para un heterodoxo como yo, es mera
retórica.
La Doxa de la que habla el historiador.
La Doxa de la que habla el historiador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario