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miércoles, 5 de septiembre de 2012

Chorizos envueltos en papel de periódico.


Desde Fuerteventura, lugar en el que no me encuentro precisamente desterrado como lo estuviera en su tiempo Unamuno, se contempla el horizonte patrio con una mezcla de irritación, no por previsible menos fastidiosa; de vergüenza, a la que afortunadamente uno no se acostumbra; y de desesperanzado aburrimiento, que aquí uno consigue neutralizar en virtud de una naturaleza especialmente propicia para espíritus no convencionales.

En determinados aspectos, como por ejemplo la evolución de los precios inmobiliarios, sin ir más lejos, da la sensación de que la actualidad llega a este lugar con el mismo ritmo privilegiadamente lento con el que esta bendita tierra desempeña todo su cometido vital.

Sin embargo, el escasamente saludable hábito de leer la prensa diaria le proporciona a cada cual la dosis de actualidad necesaria para no sucumbir del todo a la tentación de relajamiento con la que este benéfico clima nos seduce a quienes no buscamos la excitación de un verano ibicenco.

He tratado de esquivar las oportunistas anécdotas que año tras año tratan de hacerse un hueco a codazos en las portadas de los medios, aprovechando el vacío dejado por sus habituales okupas, pero la acostumbrada actuación circense, en el mes de Agosto, de ese patético guiñol que es el alcalde Marinaleda, ha superado ampliamente esta vez las cutres acrobacias a las que nos tenía habituados.

A causa de mi innato descreimiento acerca del origen genético de ciertas peculiaridades regionales, siempre he sentido una sensación embarazosa al constatar la abundancia de cierta variedad de sujeto estrafalario con el que la región andaluza contribuye a la acreditada variedad franquista  de los pueblos y las gentes de España.

No es aventurado afirmar que a especímenes tan acabados de ese especial pelaje, como han sido o son el mencionado alcalde de Marinaleda, Su Santidad Clemente I, el inolvidable Papa del Palmar de Troya o el gran “en­­–mano” Juan Guerra y el resto de cofrades, es muy difícil encontrarles parangón alguno, fuera de los límites de la Comunidad Autónoma Andaluza. En esa tierra poseen sin lugar a duda el copyright de esta y otras apreciadas especies varietales.

A pesar de ello, esta nueva erupción de la triste infección que padece el tal alcalde, no me habría provocado otra cosa que el ligero aunque molesto escozor propio de la picadura de un mosquito, si no hubiera ocurrido casi simultáneamente con la noticia del asesinato de una veterana policía municipal en Madrid, a manos de un desalmado rufián, y justo, sobre todo, cuando acababa de concluir la lectura del último ensayo de Mario Vargas Llosa, “La civilización del espectáculo”.

No hace muchos años, estos tres hechos tal vez no hubiesen tenido entre sí ninguna relación significativa para mí; pero precisamente la lectura de la última obra del premio Nobel me proporcionó la clave de su íntima relación, dentro del actual panorama: la reducción de cualquier  hecho “cultural” a la categoría de “titular mediático”.

Entendiendo por cultural toda manifestación antropológica, individual o colectiva, propia de nuestra civilización, y por titular mediático cualquier noticia susceptible de provocar la distracción, el entretenimiento o el interés de su receptor.

Divertimentos cuya duración aproximada no suele exceder, por supuesto,  la fracción de tiempo necesaria para su comprensión, como establecen los actuales libros de estilo de los diversos medios de comunicación.

No voy a perder ni un segundo comentando esa caricatura de una caricatura que es el trampantojo sevillano del sub-payaso de Chiapas. Otros lo han hecho en sus columnas de una manera mucho más brillante de lo que yo sería capaz. Tampoco me parece necesario añadir nada a lo ya expresado en términos de indignación –esta vez sí justificada– respecto del asesinato de la funcionaria de policía.

Mí reflexión se sitúa en el terreno del estado actual de la conciencia moral ciudadana de una mayoría de personas que me rodean, y no solo en nuestro país, y del que Vargas Llosa hace un lúcido análisis en su ensayo-programa.

Lo denomino así porque, si bien en una primera lectura se puede extraer la sensación de que los contenidos podrían haber sido objeto de una profundización mayor, más tarde, uno se da cuenta que desarrollar en toda su complejidad cada uno de los temas tratados en sus capítulos constituiría una labor casi imposible.

El ensayo constituye pues, en mí humilde opinión, un catálogo razonado del estado de las principales materias culturales en la actualidad, destinado a estimular una reflexión global sobre la deriva en la que se encuentran navegando.

El panorama actual de lo que ha sido para mí hasta el momento presente la civilización, o sea la occidental, presenta unos rasgos más que inquietantes. No en lo que se refiere a una siempre indispensable evolución, como la experimentada por ella a lo largo de toda su historia.

La amenaza procede, en mí opinión, de la desaparición paulatina y acelerada de los paradigmas que hicieron posibles hasta ahora sus principios y aspiraciones, para ser sustituídos por una colección de certezas, cuya garantía de verosimilitud mayor reside en su indiscutible carácter "técnico". O sea “objetivo”.

McLuhan nos advirtió hace ahora casi cincuenta años del peligro de la  usurpación del mensaje por parte de unos medios cada día más poderosos.

El rol central de los medios de comunicación como agentes intermediarios en el desarrollo de la cultura y la maduración ciudadana, ha ido derivando su cometido original de “medio” al servicio de ese propósito civilizador, hacia el de una simple y macrocefálica plataforma de poder que compite con creciente ventaja con el resto de las estructuras sociales, gobierno, finanzas, sindicatos, etc, quienes, a su vez, van transformando sus primitivos y nobles fines históricos, en nuevos objetivos de vocación hegemónica.

Esta evolución tiene, de entrada, una consecuencia catastrófica en el plano moral. La referencia ética, que constituía tradicionalmente el principal factor de autoridad intelectual entre las publicaciones periódicas y el signo de identidad de los diferentes principios que representaban cada una de ellas, se ha ido diluyendo en el magma amorfo del relativismo y el oportunismo táctico.

Tanto los grotescos payasos a los que he hecho referencia más arriba, como lo patibularios miembros de las bandas terroristas que nos humillan sin reposo con su insufrible y vomitiva monserga, encuentran cumplida acogida en las páginas y espacios de información de primer rango en los medios de cualquier inspiración ideológica. 

Y es precisamente este hecho, el de que, como digo, no exista discriminación ideológica alguna en el fenómeno, lo que constituye el mayor escándalo y el más estremecedor síntoma de lo que, al parecer, se nos viene encima.

El objetivo fundamental que justifica la acción de todos aquellos que se sitúan al margen del sistema democrático no es, como podría parecer a primera vista, la destrucción de ese sistema. Ese asunto ya no lo estiman posible ni los más delirantes. El propósito primero y único de su demencial proceder es el de “existir”. Tener presencia. Y nada existe en la mente de los demás hasta que órganos como “El País” no lo proclaman en el púlpito de sus primeras páginas.

Luego, si dos y dos son cuatro, su hipotética ausencia de esos prestigiosos escenarios determinaría su desaparición. Pero para eso habría que empezar por redefinir qué es una noticia y qué un remitido envuelto en un atentado.

Otro de los síntomas de la enfermedad que está extendiéndose en nuestras sociedades es el de nuestra indiferencia; el de la falta de atención con la que presenciamos estos hechos, atribuyéndoles la condición de “normales”.

La complicidad objetiva de uno de los mayores centros de influencia existentes, si no el mayor, como son los medios de comunicación, con los delincuentes autoproclamados antisistema, contribuye eficazmente a la existencia y perpetuación de estos. Este hecho es considerado por los escasos testigos que se paran a reflexionar sobre él, como una fatalidad fruto de la “lógica interna” del hecho de informar.

Esa justificación, que los mencionados medios se preocupan de difundir  en virtud de una estrafalaria teoría sobre su papel de simples “notarios” de lo que sucede (teoría puesta en circulación por esa lumbrera del periodismo y excelso creador de lenguaje que es José María “Butanito” García), o de otra referente a los sacrificados “mensajeros” a los que siniestros complotadores ejecutan para negar la veracidad de sus mensajes, son “tragadas” sin pestañear por la inmensa mayoría de los usuarios de la supuesta información.

Guy Debord, fundador de una espectral y pretenciosa “Internacional Situacionista”, y uno de los apóstoles de la “nueva realidad” -que los círculos intelectuales de los sesenta pretendían vender como pura y simple “muerte de la realidad” - escribió a finales de la era dorada de nuestros veinte años un libro titulado “La sociedad del espectáculo”, y algunos lo leímos dejándonos enredar por su retórica enrevesada y asfixiante.

Hoy Vargas Llosa lo comenta en su ensayo, descifrando con finura la torpe trampa marxista que encerraba en su inextricable y arrogante prosa. Pero si algo es oportuno recordar hoy, es que en aquellos polvos que constituían la profecía que probablemente de forma involuntaria escondía el situacionista Debord, está el origen de los lodos que anegan las  confusas molleras de las actuales generaciones.

En fin, gracias a que un puñado de “colgaos” se han empeñado día tras día en convencerme de que Marinaleda se encuentra en un claro, entre el bosque de Sherwood y la selva Lacandona, me he alegrado mucho de haber traído “La civilización del espectáculo” a este interminable horizonte de luz que es esta isla.

Si llego a leerlo en Asturias y en invierno no creo que hubiese sobrevivido.

Olfato que tiene uno.



1 comentario:

  1. Bellísima la foto que publicas del Robinjú en las Olimpiadas del Chorizo -las que vienen después de los juegos parálímpicos- Los carritos del verano han sustituido las serpientes clásicas del Lago Ness. ¿Por qué será que aonde se produce el uisqui ven más fantasmas que nadie? ¿Habrá alguna relación? Y digo yo, en nuestras redacciones y en Marinaleda, ¿qué beben? ¿Esnifan callos con garbanzos, quizás?

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